Neoliberalismo y Democracia

Rodolfo Torres (26/04/2020)

El obligado #QuédateEnCasa nos brinda la ocasión propicia para ocuparnos en la lectura. Desde 1995 el entonces IFE inauguró la publicación de su colección denominada “Conferencias Magistrales”. El volumen 28 tiene como título: “Senderos que se bifurcan. Reflexiones sobre neoliberalismo y democracia” cuyo autor es Fernando Escalante, profesor del Colegio de México. El texto es relevante no sólo porque se ocupa del análisis de uno de los temas sustantivos de nuestro tiempo, sino porque lo aborda con seriedad y lo expone con sencillez. Recomiendo ampliamente su lectura y ofrezco un resumen de algunos aspectos principales. Dada la eventual injusticia que pudiera cometer con este resumen, invito al lector a descargarlo gratuitamente desde la página web del INE en esta liga.

Escalante comienza por advertir que no hay un único liberalismo, sino varios, que obedecen a circunstancias históricas distintas. En sus inicios el liberalismo tenía como preocupación fundamental la limitación del poder del Estado. Este enfoque mira con profunda desconfianza a la democracia. Es de este tipo de liberalismo del que abreva el neoliberalismo. Otra tradición liberal tiene como interés principal favorecer la libertad individual que está amenazada, o limitada, no sólo por el poder político sino por otras formas de poder social: iglesia, gremios, o familia. Este último, es un liberalismo que necesita del Estado para combatir la autoridad de esas otras formas de poder, pero que, a la vez, busca imponer controles al poder del Estado, por la vía de normas legislativas. Es esta segunda tradición liberal la que entronca con la tradición democrática de las libertades políticas y de los los derechos civiles, y que, se puede decir, se ubica en las antípodas del neoliberalimo.

Escalante, advierte que aunque el neoliberalismo no tiene un programa cerrado, ni una doctrina única, su origen se remonta a fines de agosto de 1938, fecha en la que se llevó a cabo el Coloquio Lippman, en París. El coloquio tenía como telón de fondo la tensión constante entre liberalismo y democracia. Los asistentes coincidieron en que el liberalismo que se quería retomar era el que limitaba el poder del Estado. Aún más, dado que el mercado era la respuesta a múltiples dilemas, el Estado debía tener un un papel activo en su defensa y ampliación. De ahí la premisa del libre juego de los precios.

Se definieron tres principios básicos del programa neoliberal: 1) Promover un Estado fuerte que se ocupara de proteger al mercado; 2) Dar prioridad a las libertades económicas, por encima de las libertades políticas y; 3) Contrarrestar la tendencia  hacia la expansión de lo público: bienes públicos, servicios públicos, empresas públicas, es decir, favorecer su privatización. A ese programa le denominaron neoliberalismo. En el coloquio reinó el tono despectivo hacia la soberanía popular -dada la ignorancia de las masas, siempre resentidas, manipuladas, sometidas. También hacia la democracia que, como sugería Aristóteles, desemboca fatalmente en la demagogia. Por ello, había que poner un límite a la soberanía popular para proteger la propiedad, el mercado y el mecanismo de los precios. Para proteger al mercado, era necesario poner la libertades económicas más allá de la política, fuera del alcance de las mayorías.

El programa no pudo instrumentarse de inmediato debido a la inminencia de la segunda guerra mundial y, posteriormente, a causa a las tareas de reconstrucción. Durante tres décadas de posguerra no hubo espacio para el neoliberalismo. La situación cambió, no obstante, a partir de la crisis petrolera, el fin del patrón dólar y la estanflación de mediados de los setentas del siglo pasado. Crisis que en 1973, advertía James O’Connor, se debía a que la economía capitalista depende de la socialización de los costos y la privatización de las ganancias. Pero, para entonces, el neoliberalismo ya había elaborado un programa económico completo que ofrecía alternativas a la crisis y que descansaba en la privatización. Para el neoliberalismo todo es, o puede ser, mercancía, incluso la educación y la salud. Esa mirada se impuso desde los años setenta. Todo ello se ha traducido en una transformación cultural que, cuando se trata de servicios públicos, se habla de clientes, satisfacción, calidad; cuando se piense al Estado, se entiende empresa. Conviene, se argumenta, sustituir las formas políticas por formas empresariales basadas en criterios objetivos de rentabilidad, de productividad, de eficiencia. Adoptar soluciones técnicas y delegarlas en empresas privadas para proteger al Estado, ponerlo a salvo de la democracia, fuera del alcance de la mayoría. Poner límites a la democracia para proteger las libertades económicas.

En el eje del programa neoliberal hay una crítica a la democracia porque ésta pone en riesgo la libertad del mercado. La soberanía popular es peligrosa porque tiende a la destrucción del mercado. La democracia es peligrosa, dice el neoliberalismo, porque significa la tentación permanente de pedir al Estado que intervenga en la economía. Por ello , sostiene, son ilegítimas las ideas de interés público, bien común, justicia social, soberanía popular y voluntad general, pues, se dice, son figuras retóricas que se emplean para enmascarar la verdadera naturaleza de la política. En la década de los ochenta, mediante las condiciones de endeudamiento impuestas por el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, el modelo neoliberal se generalizó en el planeta.

Concluye Escalante: El funcionamiento de la democracia, incluso su legitimidad como régimen, depende de que pueda pensarse como una comunidad política, con un interés compartido.

Las elevadas expectativas del triunfo

Rodolfo Torres (08/07/2018)

Participación social para un cambio verdadero

El triunfo de Morena en la elección presidencial del pasado domingo merece, sin atenuantes, el calificativo de apabullante. Los cómputos distritales del INE consignan que el 53.1% por ciento de los votos fue a favor de Andrés Manuel López Obrador; el mayor porcentaje obtenido, en una elección presidencial, desde hace 30 años.

El resultado es notable dada, entre otras cosas, la corta edad de ese partido; fue su primera participación en una elección presidencial, y porque venció a una dura oposición que lo confrontó con virulencia, organización y bastos recursos.

Fue precisamente el grado de aspereza de la campaña electoral la que hacía anticipar que viviríamos una pesadilla el día después. No ocurrió de ese modo, afortunadamente. Contribuyeron a eso numerosos factores, entre ellos: la significativa participación ciudadana, la amplia distancia entre el primero y el segundo lugar, la oportuna y meritoria declaración de aceptación de la derrota de los candidatos opositores (la primera de ellas formulada por José Antonio Meade), el puntual reconocimiento del triunfo de AMLO por el presidente Enrique Peña Nieto, y el tono mesurado y conciliatorio del discurso de inauguración de la victoria. A partir de ello, desde todos los flancos del poder, no han dejado de fluir felicitaciones por ese resultado. De mantenerse esa pauta tendríamos, contra todo pronóstico y para fortuna de todos, una tersa transición política.

El dominante número de votos a favor de Morena es muestra, también, de las elevadas expectativas que le acompañarán durante seis años para que se transformen, radicalmente, las condiciones de pobreza, de violencia, de corrupción, de impunidad, de falta de empleo bien remunerado y, en general, de desigualdad, que privan en nuestro país. Esas expectativas no son infundadas, pues esa fue la oferta de campaña de Morena y de los partidos que conformaron la coalición “Juntos haremos historia”.

El embarnecido capital político del que ahora dispone Morena le obligará, a riesgo de convertirse en flor de un día, a mantener una firme voluntad para cumplir sus ofertas de campaña. Sin embargo, sabemos, la obcecada realidad no se somete a la mera manifestación de la voluntad humana. En particular, para combatir esos flagelos, es indispensable contar con estrategias claras y sensatas que, una vez puestas en marcha, hagan factible la materialización de los anhelos. A ese respecto, el nuevo gobierno ya ha anunciado que ocupará los próximos meses, desde ahora hasta la toma de posesión, para elaborar los planes respectivos; plazo que se antoja reducido dada la magnitud de los retos.

Toda estrategia, para ser viable, debe partir de premisas de finitud de recursos y de la existencia de restricciones. En cuanto al primer rubro, ningún país puede partir de la base de que tendrá acceso ilimitado e inagotable a recursos naturales: agua, energía, clima favorable, alimentos, fertilidad de suelos y ausencia de catástrofes naturales. En cuanto al segundo, debe tener presente el estado actual de sus signos financieros vitales: deuda, inflación, productividad, ahorro y estructura fiscal; de sus condiciones sociales: seguridad, discriminación, educación y grado de desigualdad en los intercambios; de su entorno político, tanto externo: ubicación geopolítica y la persistente ofensiva contra gobiernos autodenominados de izquierda; como interno: debilidad de nuestro sistema de partidos, un reforzado entorno de exigencia social, conformación de los poderes legislativo y judicial, deteriorada salud de las instituciones públicas autónomas (con la notable excepción del Banco de México), existencia de una férrea oposición política, y la subsistencia de un ancestral e inercial entramado constitucional y legal.

Una vez ponderadas las premisas, formuladas las estrategias, elaborados los planes y dimensionadas adecuadamente las metas que será factible alcanzar en este corto lapso de gobierno (y toda vez que ya ha concluido la efervescencia de las campañas electorales que inducen al ofrecimiento de futuros idílicos), debe informarse a la sociedad, con veracidad, claridad y sin aderezos, respecto a la forma en que podrán superarse los desafíos. Es indispensable que se informe a la ciudadanía, no sólo para que ésta conozca y decida la forma en que habrá de participar, además porque la energía social positiva, que se ha revelado a partir de este proceso electoral en que una amplia mayoría ha manifestado su deseo de cambio, será el factor principal para transformar nuestra vida pública.

El daño que sufre ahora nuestro tejido social es de tal magnitud que es inconcebible que la sola acción de gobierno y de su partido sean suficientes para mitigarlo. Por ejemplo, uno de los males mayores que lastran nuestro desarrollo es, sin duda, el trato desigual (en muchos casos discriminatorio) que ocurre en todos los ámbitos de nuestra vida social; en todas nuestras formas de intercambio. No es inusual que ese trato disparejo haya engendrado múltiples y ancestrales agravios que, en casos extremos, se dirimen de modo violento. Es ahí donde la participación social resulta indispensable y, para ser eficaz, deber ser armónica con la acción gobierno.

Por ello, la participación social no sólo es deseable, es indispensable si realmente se quiere transformar de raíz nuestra condición actual. Es por ello ineludible que esa participación esté prevista en toda estrategia y plan de gobierno. No se trata sólo de evitar una eventual frustración y un potencial y agudo conflicto social al que puede conducirnos el incumplimiento de expectativas, se trata de apostar a la viabilidad del cambio. No hay futuro posible sin la participación de la sociedad. El compromiso, hoy, es -como nunca- de todos.

Reconstruir desde los cimientos

Rodolfo Torres (01/10/2017)

Es imposible ir por la vida sin confiar en nadie; es como estar preso en la peor de las celdas: uno mismo. Graham Greene

La solidaridad mostrada con motivo de los sismos del 7 y 19 de septiembre fue asombrosa, aún para quienes ya la habíamos vivido, con ímpetu, en septiembre de 1985. Fue gratificante, además, pues nos permitió revelar, de nueva vez, un rasgo semi-oculto de la población citadina, la generosidad. En particular, nuestros jóvenes que, con aguda presteza, se convirtieron en vanguardia de las labores de apoyo y rescate. En estos días, hemos vivido intensas emociones encontradas: el duelo por la pérdida de centenas de vidas humanas -muchas de ellas, de infantes- y el renacido optimismo respecto de la potencial mejora de nuestra vida colectiva.

Nos preguntamos si estas muestras de altruismo y filantropía son indicadores de la posibilidad de organizar nuestra vida en comunidad de mejor manera; ¿somos capaces de expandir la energía social positiva que hemos visto liberada tras los sismos? ¿Habrá un antes y un después al sismo del 19 de septiembre de 2017?

A mi juicio, la respuesta a esas interrogantes tiene que ver con la confianza, entendida ésta como la firme esperanza en que algo ocurra, la fe en los otros. La confianza es el cemento que materializa la condición humana en el cuerpo social. A su presencia acompañan la búsqueda de certidumbres, la cordialidad, la serenidad, la ilusión, la cooperación y la lealtad. Su ausencia conlleva, en cambio, al recelo, a la malicia, la duda, la aprensión, la competencia despiadada y el miedo. La generosidad es la manifestación más sublime de confianza. La violencia, su contraparte.

Sin confianza la vida económica sería irrealizable. En su origen, la utilidad que se ha concedido a la moneda (como a cualquier otro instrumento financiero: el billete, el cheque, la tarjeta de crédito) como medio para el intercambio de bienes y servicios, es una expresión material de confianza. Múltiples recorridos del intercambio económico cotidiano llevan implícito ese valor supremo.

La confianza es, también, indispensable para la construcción y preservación del entramado político institucional. La fe en la adecuada actuación del gobierno, de los representantes políticos, de la justicia y, en general, de las instituciones, es indispensable para preservar la convivencia pacífica.  Si una significativa mayoría de la población, desconfía de todo ello, quedamos todos al borde de la inestabilidad social.

Por desgracia, fuera del compás del sismo, vivimos inmersos en la desconfianza y en la incertidumbre. En lo social debido a robos y asaltos que no distinguen ubicación ni temporalidad: en el transporte público, en las calles, en los embotellamientos, en nuestros domicilios, de día o de noche; por no mencionar la imperdonable y creciente violencia contra de las mujeres.

En la actividad económica la desconfianza se agrava, pues hemos agregado, a la ancestral incertidumbre laboral, la precariedad del empleo -que suma el continuo deterioro de las condiciones laborales a los bajos salarios. En nuestros intercambios económicos pasamos de ser clientes a ser rehenes y víctimas de grandes corporativos. Se nos inscribe, sin consentimiento, a servicios telefónicos, seguros o servicios financieros, y se levantan muros que convierten en via crucis la cancelación de esos servicios que no hemos solicitado (cuando bien nos va, y lo logramos, habrán transcurrido meses de cargos indebidos).

La desconfianza en nuestra representación política se extiende sin freno.   A la ya dilatada y añeja percepción de que en diversos niveles y localidades: partidos, gobierno, integrantes del poder legislativo y jueces, actúan alejados del interés público, se suma un aumentado descrédito en todas nuestras instituciones.

Esa desconfianza e incertidumbre, que se alimenta y fortalece día con día, es la que propicia entornos de ansiedad, miedo y violencia.

No obstante, en las horas y días posteriores al sismo, la desconfianza se suspendió. Se pusieron a flote las mejores notas de la capacidad solidaria, desinteresada y generosa de quienes abrían las puertas de sus autos para ofrecer aventón a desconocidos que no podían trasladarse, o las puertas de sus casas para refugiar a los damnificados; de quienes participaron –o aún lo hacen- en las tareas de aportación, acopio, traslado, entrega de víveres, rescate, auxilio y consuelo de las víctimas del terremoto. En menos casos, si bien, pero no han faltado quienes, como animales de rapiña, buscan el beneficio económico, político o electoral de la desgracia ajena.

Queda, de cualquier forma, la experiencia de explosión de confianza de que ha dado muestra la juventud de nuestra ciudad y, con ello, la esperanza de que podríamos hacer de ella un hábito; podríamos expandirla a todas las esferas de la vida cotidiana. Para ello, sin embargo, tendríamos que cambiar pautas fundamentales en materia política, económica y social. Es decir, tendríamos que emprender la reconstrucción desde los cimientos de la confianza, la generosidad y la entereza. La fraternal reacción social frente a este nuevo 19 de septiembre debe darnos razones para el optimismo y la esperanza.

Resonancias desde Cataluña

Rodolfo Torres (29/10/2017)

La cultura hace al hombre algo más que un accidente del universo. André Malraux

El viernes 27 de octubre de 2017 el parlamento de Cataluña aprobó, con 70 votos a favor, diez en contra y dos abstenciones -con la ausencia de 52 diputados de oposición-, la declaración que pone en marcha el proceso constituyente para proclamar la República Catalana. Poco después, el Senado de aquel país aprobó, a solicitud del gobierno central, la aplicación del artículo 155 de la Constitución española, que le otorga capacidad para “adoptar las medidas necesarias, para obligar, a aquélla (comunidad) al cumplimiento forzoso de dichas obligaciones” (que la Constitución u otras leyes le impongan). Con base en ello, el gobierno central ha destituido al gobierno catalán y ha convocado a elecciones.

La disputa tiene causas históricas, económicas, políticas y culturales (estas últimas son, a mi juicio, las más agudas). Sin embargo, la evidente incapacidad que tiene cada uno para someter a su contraparte obliga, ahora sí, forzosamente, a abrir cuanto antes la vía del diálogo, so pena de recorrer un tortuoso camino que a su término arribará a un punto muerto en el que habrá pérdidas considerables para ambas partes (también para Europa y para otras regiones del mundo).

El Tratado de Utrecht (que es, en realidad, un conjunto de tratados firmados entre 1713 y 1715) es al que frecuentemente se alude como el agravio histórico originario. Esos tratados fueron firmados por los estados antagonistas (entre ellos Francia y Gran Bretaña) en la Guerra de Sucesión Española que tuvo lugar a principios de 1709 y en la que se confrontaron Felipe V (de la familia Borbón, apoyado por la región de Castilla y por Francia) y el archiduque Carlos (de la familia Habsburgo, que dominaba el principado de Cataluña y el reino de Mallorca, apoyada por Austria, y, momentáneamente, por Gran Bretaña). De esa disputa, surgió vencedor el bando que apoyaba a Felipe V (con la aquiescencia de la Gran Bretaña, quien obtuvo considerables beneficios como resultado de la firma de los tratados) y Cataluña perdió la vigencia de sus normas regionales. Ello desató una guerra desigual que duró catorce meses y que concluyó el 11 de septiembre de 1714 cuando los felipistas rompieron el sitio de Barcelona. Cabe recordar que, debido a ese tratado, Europa cambió su mapa político; también cambió el del continente americano.

Por otro lado, y desde el punto de vista económico, el denominado modelo de financiación español, propicia que la mayor parte de los ingresos de sus comunidades (excluidos el País Vasco y Navarra que tienen un esquema distinto al del resto), provenga de los impuestos que recaude y luego reparta el gobierno central. Cataluña sostiene que aporta más de lo que recibe. Numerosos estudios así lo confirman. Sin embargo, se sabe también, que podría decirse lo mismo de otras comunidades –como la de Madrid- y, sobre todo, que un modelo que repartiese a las autonomías lo mismo que éstas aportan sería injusto e insolidario con comunidades económicamente menos favorecidas. La vinculación entre financiación e independencia quedó de manifiesto cuando, el pasado 21 de septiembre, el ministro español de economía propuso más dinero y mayor autonomía financiera a Cataluña si abandonaba la senda independentista.

Desde el punto de vista político el Estatuto de autonomía de Cataluña ha sido parte importante en este debate. Originalmente aprobado en 1979, fue modificado por el parlamento catalán el 30 de septiembre de 2005 y, el 18 de junio de 2006, se celebró un referéndum que otorgó el sí con un 73 porciento de los votos (con una abstención del 50 porciento). Sin embargo, el 31 de julio de ese año el Partido Popular presentó un recurso de inconstitucionalidad pues se oponía a que Cataluña fuese considerada una nación, así como al trato privilegiado que, a su juicio, se concedía a la lengua catalana, entre otros aspectos. El 28 de junio de 2010 el Tribunal Constitucional aprobó el nuevo estatuto y resolvió que el término nación no tuviese eficacia jurídica y declaró inconstitucional, entre otros, el artículo 6º que se refería a la lengua catalana.

El tema cultural y lingüístico es, en mi opinión, el que se ubica en el centro de la crisis. No sólo porque, como hemos visto, formó parte del conflicto estatutario, sino además porque, en el segundo párrafo del apartado de la motivación del documento aprobado el viernes pasado, se alude a la lengua y cultura catalana con mil años de antigüedad; se justifica la declaración a partir de la negativa de reconocimiento de su entidad como nación; y se hace referencia a la discriminación lingüística y cultural que padece Cataluña. A ese respecto, cabe tener presente que desde el 11 de julio de 1961 (durante la dictadura franquista) se constituyó Omnium Cultural, la organización catalana que ha sido referente primordial del movimiento de independencia, a la que pertenece Jordi Cuixart uno de los dos encarcelados por un presunto delito de sedición, quien ha tenido como propósito manifiesto el defender, de la censura y de la persecución, a su cultura y a su lengua.

El inicio de negociaciones es indispensable y urgente. El PP, a partir de una propuesta del PSOE, ya se ha comprometido a modificar su Constitución. Es deseable que se haga sobre la base del reconocimiento y respeto explícito al aporte cultural y lingüístico que hacen a España sus comunidades.

CORRUPCIÓN ENDÉMICA. A QUIEN PARTE Y COMPARTE LE TOCA LA MAYOR PARTE.

Rodolfo Torres (23/04/2017)

Se ha llegado a afirmar, a mi entender injustamente, que la corrupción es consustancial al sistema democrático representativo. La afirmación es injusta por sobre-simplificación de análisis; entre otras cosas, pasa de largo sobre el hecho de que los regímenes autoritarios pueden tener (y tienen de facto) mayores dosis de corrupción. No obstante, debemos, al menos, intentar explicar por qué en tiempos recientes, y en todas las latitudes, los diversos sistemas democráticos se han impregnado por extendidos y  escandalosos casos de corrupción. A mi juicio, existen  condiciones estructurales que alimentan esa degradación. Me explico:

El enfoque más socorrido para explicar la prevalencia del fenómeno de la corrupción de servidores públicos se centra en la (in)moralidad de sus actos. Se sostiene que la manera de acabar con la corrupción es asegurar que estos servidores se ajusten a un comportamiento ético. Para ello, además de reiterados llamados a la ética pública, se han instituido numerosos cuerpos normativos y órganos de vigilancia (Auditorías Superiores, Contadurías Mayores, Contralorías, etc.) que tienen como propósito esencial disuadir y, en su caso sancionar, a quienes incurran en actos de corrupción.

Acercamientos recientes al problema explican el fenómeno como consecuencia de la debilidad de los sistemas democráticos; como corolario, se apuesta por la creación o fortalecimiento de entes reguladores e instituciones autónomas. Entre otras, las dedicadas a vigilar y promover la transparencia y la rendición de cuentas de los servidores e instituciones públicas (en nuestro caso el INAI). En esa materia destaca la creación del Sistema Nacional Anticorrupción (SNA).

Sin embargo, a pesar de la abundancia de instrumentos orgánicos y normativos, y sin negar importancia a su existencia y actuación, crece la percepción de que el número y gravedad de los casos de corrupción que se conocen, lejos de disminuir, embarnece.

A mi juicio, uno de los factores que explican el crecimiento desmedido de esa calamidad tiene su origen en un modelo económico que acentuó la transferencia de bienes públicos a manos privadas. Desde la década de 1990, recordemos, el impulso a la transnacionalización de la economía indujo el gigantismo de los corporativos económicos (que, por sí mismos, superan en capacidad económica y política a la mayoría de los países en que operan); ello a partir de su necesidad de contar con una masa crítica mayúscula que les permitiera competir ventajosamente, si no es que sólo sobrevivir, en los enfebrecidos mercados mundiales. Bajo esa perspectiva, se puso a disposición de ese propósito -el del crecimiento desmedido de los corporativos económicos- todos los instrumentos del Estado (algo que, conviene señalar, ocurrió en todas las latitudes, no sólo en México).

Todo ello trajo consigo la creación de un entramado normativo e institucional en el que ya no se cuestiona la conveniencia de transferir, continuamente, bienes  de la esfera pública a la privada; se busca, a costa de todo, la eficiencia del proceso.

En esa aspiración de eficiencia se enmarca la creación de entes reguladores, en las materias de competencia económica, de energía o de telecomunicaciones. Sin embargo, se ha señalado que los entes regulados (los corporativos económicos) han apostado por coptar o limitar la actuación de los entes reguladores.

En ese –ya monumental- proceso de traslado de bienes públicos al ámbito privado, que alcanzó, entre otras, a las industrias eléctrica, energética, de telecomunicaciones, y a la de servicios financieros (sistemas de ahorro para el retiro, entre otros), diversos funcionarios públicos, adscritos a las áreas responsables de las autorizaciones, jugaron un papel arbitral determinante. La certeza de este rol definitorio motivó múltiples casos de corrupción en que muchos funcionarios públicos se beneficiaron de los procesos de traslado de bienes. Se generaron nuevas y abundantes riquezas y se enraizó la convicción de conveniencia de ese modelo en el imaginario de las élites políticas y económicas nacionales.

Actualmente, esos procesos de apropiación (o despojo) de lo público a lo privado, ya no atañen sólo a la gran industria; ahora alcanzan todos los espacios de la vida económica sin importar su tamaño. Incluye todo tipo de permisos que emite la autoridad en todos los niveles de gobierno. Lo que ha favorecido el afianzamiento de amplias redes de complicidad.

Una vez que este mecanismo –a todas luces nocivo y generador de corrupción- se ha asentado en diversos segmentos del servicio público, y que los propios servidores, encargados de permitir la operación de esos servicios, han asimilado plenamente su rol determinante para inclinar la balanza, esa maquinaria perversa ha asegurado su persistencia.

Peor aún, hoy día, la pretensión de ocupar cargos públicos se ha convertido en  una aspiración absolutamente consciente en aras del beneficio personal, familiar o de grupo, pues se sabe que se podrá obtener una tajada (cada vez mayor) de ese proceso de apropiación. Así es como se retroalimenta y perpetúa ese mecanismo perverso.

Los llamados a la ética importan; lo hacen, también, la existencia de mecanismos que disuaden y castigan los actos de corrupción y la actuación de instituciones abocadas a combatir la corrupción y garantizar la transparencia y la rendición de cuentas.  No obstante, hay que decirlo, la prevalencia de la corrupción es consustancial al modelo actual de desarrollo económico; y sí, se beneficia, además, de las debilidades de nuestro modelo democrático representativo. Sin lugar a dudas, para combatir eficazmente la corrupción, urge reformular nuestro modelo económico. También, por supuesto,  mejorar nuestro sistema democrático.

Aeropuerto a consulta

Rodolfo Torres (19/08/2018)

El precio de la grandeza es la responsabilidad. Winston Churchill

El gobierno que entrará en funciones el próximo primero de diciembre ha anunciado su propósito de llevar a cabo ya sea una encuesta, o una consulta pública, en el mes de octubre, que sería vinculante, para determinar el destino que tendrá el proyecto de nuevo aeropuerto internacional de México. La propuesta que será sometida a consulta (seguramente bajo la modalidad de una encuesta, pues la fecha señalada hace inviable que el Instituto Nacional Electoral organice una consulta con las formalidades previstas en la ley), es si se debe continuar con el proyecto actual en Texcoco, o el aeropuerto internacional de la Ciudad de México debe complementarse con las pistas que se ubican en Santa Lucía.

El tema es desde luego relevante por varias razones: es indispensable aumentar la capacidad del aeropuerto de la Ciudad de México, que es a todas luces insuficiente, en el proyecto actual el monto de la inversión pública es monumental (y se ha cuestionado su pulcritud, lo que amerita una cuidadosa revisión de su uso), el impacto en la zona circundante es colosal, y, al concluir el proyecto, podría colocar a nuestro país como uno los nodos principales de la región para la interconexión aérea, lo que favorecería al conjunto de la economía nacional.

Aunque, por ahora, no podamos pronunciarnos respecto al estudio que dará sustento a la consulta, pues será dado a conocer hasta la próxima semana, si podemos reflexionar respecto al contexto más amplio que enmarca la discusión: el que atañe a las responsabilidades de todo gobierno.

El postular que el ejercicio de gobierno trae consigo una elevada responsabilidad frente a la sociedad, es una afirmación que, aunque obvia, conviene tener siempre presente. Las acciones de gobierno, para bien y para mal, son de efecto prolongado. Los resultados de las acciones acertadas suelen percibirse aún después de muchos años. Los que devienen de decisiones equivocadas suelen padecerse, frecuentemente, por décadas. Ello no es casual, pues se inducen alteraciones, en un cuerpo social altamente complejo, que las tornan de dilatada digestión.

La aceptación de esa realidad debiera conducir a los gobiernos a un desempeño no sólo prudente y sensato, sino a contar, en todos los casos, con la información pertinente y suficiente que le permita ponderar las inevitables consecuencias de su actuar. De ese modo se estaría en mejores condiciones de escoger aquellas que ofrezcan al interés público los mayores beneficios o, en no pocas ocasiones, los menores perjuicios. De ahí que el mayor daño que pueda infringirse a la sociedad es la puesta en práctica de ideas que no se hacen cargo de sus consecuencias. No es esta, desde luego, una receta que conduzca a la infalibilidad de los gobiernos, si es, en cambio, una exigencia mínima que debieran atender.

Pero este enfoque, basado en el análisis de consecuencias, no es de sencilla aplicación. Juegan en su contra diversos factores.

El primero de ellos, se debe a que diversos gobiernos han mostrado una clara preferencia por acciones que tengan resultados positivos inmediatos sin analizar si sus efectos serán perjudiciales en el largo plazo. A la vez, muestran menosprecio por aquellas medidas que pudieran tener potenciales efectos benéficos que sólo fuesen percibidos con posterioridad a la conclusión de su ejercicio de gobierno (¿Porqué permitir que sea quien suceda quien se cuelgue la medalla?). De ese modo se gobierna para la “grada” y para el relumbrón y en perjuicio del interés público.

El segundo, que es el recurso más socorrido, consiste en que el resultado de las acciones de gobierno proviene únicamente de un proceso de negociación política, sin importar si sus efectos son buenos o malos en el mediano o largo plazo. Ello no quiere decir que los factores políticos específicos no deban tomarse en cuenta, significa que no deben ser los elementos predominantes; éstos también pueden, y deben, subordinarse al interés general.

El tercero y de mayor impacto, tiene que ver con la pregunta ¿Qué hacer para que las acciones de gobierno tengan un efecto benéfico en la sociedad en el corto, mediano y corto plazo? Esta pregunta puede no tener una respuesta única y satisfactoria para todos, pero sabemos, al menos, los elementos que se necesitan para responderla. Se requiere de una comprensión plausible respecto de los factores que intervienen en el tema en cuestión y de la forma en que éstos interactúan. Demanda un cuidadoso análisis de la información relevante que provenga desde todas las perspectivas. Exige una férrea voluntad para que se anteponga el interés público frente al interés particular, de individuos o grupos, ya sean éstos económicos o políticos. Precisa del empleo de todos los instrumentos que la ley le otorga para hacer efectivas esas condiciones.

Todo ejercicio de consulta, que tenga como finalidad conocer el pulso social respecto a temas que le atañen, es bienvenido. La encuesta respecto al nuevo aeropuerto tiene un reto añadido, pues exige del encuestado una opinión fundada acerca de un tema en que, aparentemente, aún los especialistas no han arribado a un consenso.

Aunque, cabe advertir, que la eventual encuesta que se realizaría en el mes de octubre y la asunción por el nuevo gobierno de que sus efectos serían vinculantes, no le eximirían de sus obligaciones. Las responsabilidades respecto a las consecuencias del ejercicio de gobierno no son, ni pueden ser, transferibles.

Brasil, elección decisiva

Rodolfo Torres (14/10/2018)

Cuando veas las barbas de tu vecino cortar …

El triunfo de Jair Bolsonaro, candidato ultraconservador, abiertamente fascista, misógino y racista, con el 46 por ciento de los votos en la primera vuelta electoral en Brasil, y a la espera de una segunda vuelta que se realizará el 28 de octubre, es preocupante para ese país, para México, para la región y para el resto del mundo, pues eleva el riesgo que, desde la cúspide del poder público, se aliente el quebrantamiento de la convivencia social pacífica, lo que traería repercusiones dañinas de carácter regional y global. El peligro es inminente y por ello es también urgente que nuestras dirigencias políticas, las que llegan y las que ahora estarán en la oposición, tomen nota de que es indispensable un ejercicio prudente y responsable del poder que responda cabalmente al interés público.

Cabe recordar que, en abril de 1964, a través de un golpe de estado el ejército de aquel país depuso al presidente electo de izquierda Joao Goulart. En 1982 el gobierno militar suspendió el pago de su deuda, una de las mayores del mundo, y sumió a ese país, en una severa y prolongada crisis económica. El país amazónico retomó la vía civil a partir de 1985, y fue hasta el periodo presidencial de Fernando Henrique Cardoso, 1995-2002, que se logró controlar la debacle económica.

Lula Da Silva, candidato del Partido del Trabajo ganó las elecciones de 2002 y alcanzó la reelección en 2006. Sin embargo, desde 2005 se denunciaron casos de corrupción de ese partido que ameritaron, en su momento, una disculpa pública del propio Lula. Durante su presidencia, Brasil vivió una época de crecimiento económico, con una disminución notable de la miseria, que en una década sacó de la pobreza a 35 millones de ciudadanos. Sin embargo, no logró desactivar los mecanismos perversos que propician la aguda y ancestral desigualdad económica que se mantienen hasta la fecha.

En 2010 Brasil eligió a Dilma Rousseff como sucesora de Lula quien, desde el inicio de su mandato, estuvo sometida a un virulento acoso político. Durante su primer año, en 2011, renunció su jefe de gabinete en medio de acusaciones de corrupción. En materia económica, Brasil empezó, en 2013, un declive que afectó severamente sus expectativas de crecimiento. Ello dañó duramente la provisión de servicios públicos. A partir de ese año su renta per cápita ha caído hasta un 16 por ciento.

Aunque en 2015 Dilma logró su reelección, en ese mismo año se destaparon notorios casos de corrupción en Petrobras, la compañía petrolera del Estado, que involucraron a legisladores y dirigentes del Partido del Trabajo y salpicaron hasta al expresidente Lula. En 2016 se destapó el caso Odebrecht, a partir de una investigación del Departamento de Justicia del Gobierno de los Estados Unidos, respecto a esa empresa constructora brasileña que obtenía contratos de obra pública, alrededor del mundo, mediante la corrupción de funcionarios públicos. En el año 2016 Dilma fue depuesta por el Senado acusada de uso indebido de fondos públicos. Aunque ella señaló que más bien se trató de un golpe de Estado. En 2018, en medio del proceso electoral en que el expresidente Lula Da Silva acudía como candidato, éste fue encarcelado acusado de corrupción. Lula denunció que se trató de un montaje para separarlo de su candidatura.

A partir de 2016 Michel Temer ocupa la presidencia provisional de Brasil, pero tampoco ha estado exento de acusaciones de corrupción.

Brasil, con alrededor de 211 millones de habitantes, tiene ahora un producto interno bruto, medido en dólares, que equivale al 34 por ciento del total de América Latina (México, en segundo lugar, representa el 21.4). Ese peso específico provocaría que, de suscitarse un agravamiento de su situación económica, se afectase a la región. Brasil aun padece las consecuencias de su fragilidad económica, iniciada hace cinco años. Ello se muestra, entre otros indicadores, por la violencia que ya alcanza cotas elevadas: 31 homicidios por cada 100 mil habitantes (México tiene 25 por cada 100 mil).

Al deprimido panorama económico se ha sumado el desánimo social por los actos de violencia, corrupción e impunidad, de los que no parece estar a salvo ninguno de los bandos. En materia política la caída en desgracia del Partido del Trabajo ha provocado un vacío que ha generado la fragmentación política. Todo ello ha fermentado en un coctel explosivo que puede afectar a una amplia zona geográfica.

Frente a esa debacle, el candidato Bolsonaro blande su esperpento fascista, misógino y racista para clamar que su candidatura es la única salida del atolladero.

Vemos, de modo palpable, que un agudo estado de frustración e insatisfacción social, sin saludables vías de procesamiento, puede engendrar monstruos que pueden volver realidad nuestras peores pesadillas. Los electores brasileños tienen aún la oportunidad de detenerse frente a ese abismo. Nuestra clase política debe tomar nota de esa lección y asumir que el ejercicio responsable del poder pasa por el combate eficaz a la corrupción, la impunidad y la violencia, por dimensionar adecuadamente el cumplimiento de las expectativas de la población, por ejercer de modo prudente, responsable, y sin virulencia, los roles de gobierno o de oposición, y por la generación de políticas públicas que propicien el mejoramiento sustentable de la población en general.

Federalismo versus centralismo

Rodolfo Torres (25/11/2018)

Evitar tirar el agua sucia de la bañera junto con el niño

A propósito de la creación de la figura de delegados en las entidades federativas, prevista en las reformas a la Ley Orgánica de la Administración Pública Federal, que ya fue aprobada en la Cámara de Diputados y que la próxima semana será sometida, en votación particular, a la aprobación de la Cámara de Senadores, se ha revivido una añeja discusión entre federalismo y centralismo.

Sin embargo, cuando se trae a colación ese debate se hace alude únicamente a la relación entre el gobierno federal y los gobiernos estatales y se deja de lado, injustamente, tanto el relevante papel que ha tenido el ámbito municipal, como parte fundamental de ese litigio y elemento clave de nuestro diseño político, como las fuerzas motrices que han alimentado, en su momento, a cada bando.

Cabe recordar, que los municipios adquirieron gran relevancia a partir de 1812; no sólo porque articularon a los pueblos originarios y favorecieron el surgimiento de la ciudadanía (hasta ese entonces sólo existía la figura de súbdito), además fueron la base de la organización de los procesos electorales y elementos clave de los políticos. Puede afirmarse, sin duda, que en aquella época la República se constituyó a partir de sus poderes locales.

Pero el modelo basado en los ayuntamientos, y en los poderes locales en general, al que se acusaba de propiciar dispersión en lo político y en lo económico, sufrió, durante el siglo XIX, múltiples embates de intensidad diferenciada a lo largo y ancho del país de modo tal que, a principios del siglo XX, era una figura sin capacidad efectiva de gobierno. En el ámbito financiero la hacienda pública se administraba centralmente. En el ámbito de la política, el poder se fue trasladando gradualmente a los ejecutivos estatales y nacional, en un proceso paulatino en el que jugaron un rol destacado los denominados jefes políticos; que habían nacido como enlace entre los ayuntamientos y los gobernadores pero que, hacia finales del siglo XIX, se convirtieron en elemento esencial de la centralización política.

En el último tercio del siglo XIX tuvo lugar un importante proceso de centralización, impulsado primordialmente por factores económicos, por lo que se consideraban entonces exigencias de la modernidad. Ferrocarriles, puertos, telégrafos, industria eléctrica, legislación minera, de uso de aguas y deslinde de terrenos baldíos, con la hacienda pública por detrás, fomentaron un crecimiento económico en algunas zonas del país y la articulación de mercados regionales. Esos factores de centralización económica demandaban consensos políticos nacionales; algo que las regiones, por sí mismas, no fueron capaces de aportar.

Durante el siglo XIX, en que se profundizó el proceso de centralización, se establecieron equilibrios regionales y nacionales que dieron cierta estabilidad a un modelo que se proclamaba federal en lo formal y que en la práctica era profundamente centralista. En la segunda mitad de ese siglo, se llegó al extremo de que era la presidencia de la república quien favorecía equilibrios locales en algunas entidades y quien, en caso extremo, acudía al expediente de la desaparición de poderes, figura eficaz del porfiriato, para imponer su orden en la entidad.

Es interesante destacar que previo a la alternancia en la titularidad de la Presidencia de la República, ocurrida en el año 2000, ya había sucedido un profundo proceso de cambio político a nivel municipal y local. La reforma electoral de 1996, que había fortalecido políticamente a los partidos y a los gobernadores, favoreció el cambio político en la periferia. Los resultados electorales de esa época revelan, en esos ámbitos, un debilitamiento del partido hasta entonces gobernante. Puede decirse, por ello, que la primera alternancia en la presidencia recorrió una ruta de la periferia hacia el centro y la fuerza motriz de esos cambios provino de la esfera política.

Frente al arribo de un partido distinto a la titularidad del ejecutivo federal en el año 2000, los ejecutivos locales, cuyo partido había pasado ahora a la oposición, impulsaron la creación de una instancia de agrupamiento (la Conferencia Nacional de Gobernadores, CONAGO). Este organismo fue muy eficaz para hacer contrapeso político nacional al ejecutivo federal y para mantener vigente una oposición política regional. La CONAGO también jugó un papel fundamental en la creciente canalización de recursos a las entidades federativas.

La estrategia de atrincheramiento político en el espacio local-regional, aunado a la disponibilidad de crecientes recursos económicos en los estados (el 80% del gasto federal se había descentralizado), resultó exitosa para que el partido que había mantenido el poder por 71 años retomara espacios políticos en la periferia y favoreciera su retorno al poder ejecutivo federal en el año 2012. Sin duda, la reforma político-electoral del 2014 (aún vigente), de corte centralista, es parte fundamental de esa disputa.

Pero ese enorme caudal de recursos económicos a los estados, usualmente ejercidos con discrecionalidad y sin vigilancia efectiva, alimentaron los múltiples y escandalosos casos de corrupción en las entidades. En tal magnitud, que la principal fuerza motriz detrás de las reformas a la citada ley, según argumenta el nuevo gobierno, es el combate a la inocultable corrupción en los gobiernos de las entidades (aunado al objetivo de reducir los insostenibles niveles de inseguridad).

Sin embargo, dada la fragilidad de nuestro ancestral modelo federalista-centralista, conviene actuar con sabiduría para impedir el aumento de las tensiones centro-periferia.

El salario los de los funcionarios públicos

Rodolfo Torres (09/12/2018)

Juez y parte

Al admitir a trámite la acción de inconstitucionalidad presentada el pasado 6 de diciembre por senadores de la República, el ministro de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN), Alberto Pérez Dayán, resolvió, en unas pocas horas, suspender la aplicación de la Ley Federal de Remuneraciones de los Servidores Públicos, expedida mediante decreto publicado el 5 de noviembre de 2018. Ya anteriormente, el pasado 26 de noviembre, dicho ministro había admitido a trámite la acción de inconstitucionalidad que promovió la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH), quien había impugnado la constitucionalidad de esa ley, pero no había solicitado medidas cautelares. A pesar de su estridencia mediática, la resolución no imposibilita (no podría hacerlo) que la Cámara de Diputados cumpla a cabalidad con las disposiciones exclusivas que en materia de presupuesto de egresos le otorga nuestra Constitución General.

El propio ministro señaló en su determinación, que ello no impide a los diputados incrementar o reducir los sueldos como mejor consideren basándose para ello en la Constitución, en particular atendiendo a lo dispuesto en los artículos 75, 94 y 127 y tercero transitorio de la reforma de 2009, pero no en la referida ley. Aunque, cabe destacar, que la suspendida ley, en su parte medular, reproducía lo dispuesto en la Constitución.

Cabe recordar que de conformidad con lo establecido en el artículo 74.IV de la Constitución es facultad exclusiva de la Cámara de Diputados aprobar el presupuesto de egresos de la Federación. Por su parte, el artículo 75 dispone que esa cámara, al aprobar el presupuesto de egresos, no podrá dejar de señalar la retribución que corresponda a un empleo que esté establecido por la ley.  Ese artículo también señala que los poderes federales Legislativo, Ejecutivo y Judicial, así como los organismos con autonomía reconocida en la Constitución que ejerzan recursos del presupuesto de egresos de la Federación, deberán incluir dentro de sus proyectos de presupuestos, los tabuladores desglosados de las remuneraciones que se propone perciban sus servidores públicos. Es decir, aunque cabe esperar que la propuesta de la Secretaría de Hacienda contenga el planteamiento del presidente, de que su salario se fije en alrededor 108 mil pesos, es la Cámara de Diputados quien tendrá la última palabra.

El artículo 127 establece que los servidores públicos de la Federación, de las entidades federativas, de los Municipios y de las demarcaciones territoriales de la Ciudad de México, de sus entidades y dependencias, así como de sus administraciones paraestatales y paramunicipales, fideicomisos públicos, instituciones y organismos autónomos, y cualquier otro ente público, recibirán una remuneración adecuada e irrenunciable por el desempeño de su función, empleo, cargo o comisión, que deberá ser proporcional a sus responsabilidades.  Ordena que dicha remuneración será determinada anual y equitativamente en los presupuestos de egresos correspondientes. A continuación, en la fracción II de ese artículo 127 se establece que ningún servidor público podrá recibir remuneración, por el desempeño de su función, empleo, cargo o comisión, mayor a la establecida para el presidente de la República en el presupuesto correspondiente.

En cuanto a las percepciones de funcionarios del Poder Judicial, el artículo 94 en su párrafo 11 dispone que la remuneración que perciban por sus servicios los ministros de la Suprema Corte, los magistrados de Circuito, los jueces de Distrito y los consejeros de la Judicatura Federal, así como los magistrados Electorales, no podrá ser disminuida durante su encargo.

Sin embargo, es el transitorio tercero, de la reforma constitucional del 2009, el que acota las condiciones a las que se sujetarán las percepciones de los funcionarios públicos y dispone que, a partir del ejercicio fiscal del año 2010, las percepciones de los ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, los magistrados del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, los magistrados de Circuito, los jueces de Distrito, los consejeros de la Judicatura Federal, los integrantes del Consejo General del otrora Instituto Federal Electoral y los magistrados y jueces de los Poderes Judiciales Estatales, que en aquel entonces estaban en funciones, se sujetarán a lo siguiente: a) Las retribuciones nominales señaladas en los presupuestos vigentes (en 2010) superiores al monto máximo previsto en la base II del artículo 127, se mantendrán durante el tiempo que dure su encargo. b) Las remuneraciones adicionales a las nominales, tales como gratificaciones, premios, recompensas, bonos, estímulos, comisiones, compensaciones, y cualquier remuneración en dinero o especie, sólo se podrán mantener en la medida en que la remuneración total no exceda el máximo establecido en la base II del artículo 127 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos. c) Los incrementos a las retribuciones nominales o adicionales sólo podrán realizarse si la remuneración total no excede el monto máximo establecido en el artículo 127.II

Como puede verse la fijación de los salarios de los funcionarios públicos es una facultad exclusiva de la Cámara de Diputados, misma que deberá ejercer en estricto apego a las disposiciones constitucionales.

Los primeros cien días del nuevo gobierno

Rodolfo Torres (30/09/2018)

Cava el pozo antes de tener sed. Proverbio

La complejidad de nuestra sociedad actual impone retos formidables a los gobiernos de todas las latitudes, pues existe un notorio diferencial entre dos cuestiones fundamentales: las nuevas formas de construcción social, basadas en mayor medida en las interacciones horizontales, y las organizaciones tradicionales, públicas y privadas, que basan su actuación en mecanismos de control centralizado, es decir, cimentado en interacciones de subordinación. A nuestra situación nacional hay que agregar factores específicos que ejercerán una influencia a favor, y otros en contra, de las expectativas del nuevo gobierno no sólo respecto al cumplimiento de sus metas para los primeros cien días, sino para todo su ejercicio de gobierno.

Del lado de los factores que le favorecerán, está la evidencia de que cuenta ahora con un envidiable capital político, inédito desde hace varias décadas, pues tiene una cómoda mayoría en ambas cámaras del Congreso de la Unión y cuenta con notable fuerza en las entidades, por la vía de gubernaturas y congresos locales. Tendrá, por ello, capacidad plena para determinar el rumbo de la legislación secundaria, y también podrá aspirar, de modo creíble, a llevar a cabo reformas a la Constitución General.

El segundo elemento que le redituará capital político es su ejercicio permanente de estrecho contacto con la población. Por ejemplo, las giras de agradecimiento, que algunos estiman innecesarias pues, argumentan, han concluido las elecciones, me parece persiguen el objetivo de mantener y acrecentar ese capital político.

El tercero, es que su núcleo dirigente tiene una dilatada experiencia pública que le ha hecho desarrollar un aguzado olfato político, a la par de un elevado pragmatismo en su actuar. Sin embargo, si se carece de una adecuada articulación, ese pragmatismo -que tiene por naturaleza un cariz dual-, se tornará en un componente negativo que podría agregar volatilidad, por la vía de decisiones contradictorias; de ser el caso, se llegaría a la antesala de un ambiente de incertidumbre.

 Otros factores pueden jugar en su contra. Uno de ellos surge de un cambio sustancial respecto de los actores que participarán en la toma de decisiones políticas importantes. Para un sistema como el nuestro, habituado a que un restringido grupo político-económico tomara las decisiones más relevantes para el país, la muda de gobierno generará cambios de forma y fondo. De forma porque la presidencia de la República, eje articulador de esas decisiones, estará en manos de alguien que no proviene de la élite que ha dominado al país por décadas y que, en consecuencia, no se sentirá comprometido por las ataduras de un protocolo que percibe ajeno. De fondo, porque se trata de un gobierno que ha mostrado no tener como premisa la subordinación a poderes externos. Las fricciones que surjan de ese nuevo arreglo que cambia la forma y fondo podrían, eventualmente, minar la efectividad de los propósitos del nuevo gobierno.

  Otro factor tiene que ver con la reciente integración del partido Morena. Se trata de un partido que está en proceso de formación. Hay que recordar que la elección de este año fue apenas su segunda participación en comicios federales. Cierto es que quienes integran ese partido, señaladamente sus dirigentes, no son bisoños en las lides políticas; no obstante, Morena tendrá que apresurar su proceso de maduración si quiere equipar de articulación y continuidad a su proyecto político.

Otro elemento consiste en el breve plazo con que cuentan las nuevas autoridades electas para elaborar y procesar sus planes y programas. Será inevitable la tensión entre ofrecer resultados inmediatos y privilegiar aquellos efectos que, aunque no provean del mayor lucimiento, aporten viabilidad de largo plazo a la nación.

El punto anterior se relaciona con un válido cuestionamiento respecto de la distancia, hasta ahora desconocida, entre las altas expectativas que el triunfo generó, frente a las posibilidades de concretarlas en muy corto plazo, dados los adversos componentes internos y externos de la coyuntura nacional. En lo interno, por ejemplo, debido a la limitada capacidad de acción que tiene el nuevo gobierno para configurar el presupuesto 2019, pues ya amanece comprometido en un 80 por ciento, principalmente para el pago de adeudos. En lo externo, debido al incierto panorama económico internacional detonado por la guerra comercial entre los Estados Unidos y China.

El haber obtenido un aplastante triunfo electoral no significa, de modo automático, el haber alcanzado un poder definitorio. Nuestro sistema político está plagado de ínsulas de poder en todos los niveles y grados que no son necesariamente favorables al nuevo gobierno. Los retos son, sin duda, muy vastos para los primeros cien días y para los siguientes seis años. Cabe por ello esperar que el nuevo gobierno inicie su ejercicio con paso firme y veloz para tratar de aprovechar al máximo ese breve bono de cien días. Las diferencias partidistas no deben hacernos olvidar que si un gobierno actúa a favor del interés público lo que conviene al país es su desempeño eficaz.

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