Rodolfo Torres (13/11/2016)
En regímenes democráticos representativos, el acceso al poder se alcanza a través de la celebración de elecciones libres y equitativas (que en nuestro caso organizan el INE e Institutos Electorales Locales). En ellas se confrontan programas, planes, preceptos ideológicos y hasta, cada vez más frecuentemente, fisonomías de candidatos. Esa confrontación permite a los ciudadanos elegir la opción que consideran más satisfactoria de toda la oferta política. La decisión mayoritaria sintetiza la suma de voluntades individuales que otorgan el poder de gobernar a sus representantes electos.
Al otorgar ese poder de gobierno, el ciudadano tiene expectativas; pretende que: se protejan sus derechos; se garantice su seguridad personal, familiar y patrimonial; se generen condiciones que mejoren su calidad de vida; se actúe con justicia atendiendo con equidad las necesidades de todos. En suma, espera que la acción del gobierno sea eficaz y legítima.
Para que sea eficaz, es indispensable que el gobierno cuente con los recursos y los instrumentos normativos e institucionales que le permiten cristalizar las expectativas de la población. Sin embargo, aun cumplidas estas condiciones favorables, dicha eficacia se ve fuertemente comprometida, principalmente, desde dos flancos. El primero, causado por la inherente complejidad que representa la provisión de bienes y servicios en entornos que -como el actual- se caracterizan por aguda escasez y pronunciada desigualdad. El segundo, resultado de las condiciones que, en el proceso de creciente globalización, producen erosión sustancial a la capacidad de los gobiernos nacionales para formular y desarrollar políticas propias en materia económica y social. Esta ineficacia gubernamental (sumada, por supuesto, la corrupción e impunidad) es germen de desencanto democrático y obstáculo de su legitimidad.
Por otro lado, para que la democracia sea legítima, es imprescindible que el ejercicio de poder esté basado en la aceptación social. El triunfo legal de un partido político o candidato es, sin duda, una precondición de ello; pero, por sí misma, no garantiza el ejercicio legítimo del poder. La aceptabilidad ciudadana respecto al ejercicio de gobierno, es también clave de su legitimidad. Un gobierno legítimo cuenta con la adhesión de la ciudadanía; no con su obediencia.
Por otra parte, la estabilidad es una condición necesaria para el buen rendimiento de las instituciones y la gobernabilidad del sistema, en especial, de cara a la aparición o agudización de condiciones de crisis del sistema político. Si la acción de gobierno es eficaz y legítima, la gobernabilidad se facilita. En caso contrario, se impulsa un círculo vicioso en el que se menoscaba la capacidad gubernamental para atender las demandas sociales y la gobernabilidad se fragiliza.
En regímenes democráticos, representativos, de carácter presidencial, con división de poderes, como el nuestro, el Poder Ejecutivo cuenta con un conjunto de instrumentos para la administración eficaz del gobierno. Éste abarca: la presentación de iniciativas legislativas preferenciales; el veto presidencial respecto de legislaciones contrarias a la acción de gobierno; y la construcción de mayorías legislativas para dar viabilidad a las políticas y decisiones gubernamentales.
Este último ha constituido la respuesta más visitada frente a las diversas crisis de gobernabilidad de los regímenes presidenciales en general. Pues no sólo permite que la acción de gobierno sea eficaz, al generar condiciones de estabilidad política y social; sino también que sea legítima, al buscar que se sumen a la acción del gobierno un mayor número de voluntades que están representadas en las Cámaras del Congreso.
Sin embargo, las tendencias electorales marcadas por los pronósticos de los resultados de la elección 2018, prefiguran una votación dividida por tercios, en que ninguna fuerza política será, por sí misma, mayoritaria en las cámaras de diputados y senadores. Ello puede repercutir en la eficacia del gobierno que resulte electo de ese proceso comicial y, en consecuencia, se puede deteriorar la ya de por sí agobiada gobernabilidad del país. Ese escenario sería sin duda peligroso, particularmente ahora, a la luz de los retos que arrojan los resultados de la elección de los Estados Unidos; el entorno económico mundial, que hace prever un crecimiento débil -quizá incluso negativo- del Producto Interno Bruto; y un entorno social y político en el que la crispación no amaina.
Por todo ello, son meritorias las propuestas que aspiran a hacer más eficaz la acción de gobierno mediante la construcción de mayorías legislativas estables en las Cámaras de Diputados y Senadores. Es cierto que esas propuestas se formulan ahora en el marco de reformas más amplias que tienen como eje la realización de una segunda vuelta para la elección de la presidencia del 2018 (no me detengo ahora a analizar los potenciales efectos de la propuesta de acudir al mecanismo de la segunda vuelta, pues amerita un tratamiento especial por cuenta propia).
Sin embargo, al margen del contexto en que se proponen, esas mayorías han de ser estables a lo largo de la legislatura para que propicien la eficacia a que se aspira. Eso implica que deben ir más allá de acuerdos coyunturales. Se requiere, entonces, desde luego, de un Plan de Gobierno que las articule, las cohesione y las comprometa. Pero, además, se requiere que las mayorías se hagan cargo del efectivo cumplimiento del Plan y de sus potenciales consecuencias -sean éstas positivas o negativas.
Lo deseable es que ese plan de gobierno atienda efectivamente a las expectativas de la población. Sólo así se fortalecerá la gobernabilidad del país; y de ello depende, cardinalmente, la armonía social.