Rodolfo Torres (02/07/2017)
En las elecciones del 2018 confluirán factores que amenazan con convertirlas en una tormenta perfecta -suficiente para derruir lo poco que tenemos de institucionalidad democrática. El mayor número de cargos electivos, en la historia, estará en disputa simultánea; la temperatura política se elevará en todos los rincones del país; la bajísima confianza en las instituciones, en particular en las electorales, facilitará el cuestionamiento de los resultados; la ya aposentada y exacerbada compra-venta de votos y el predominio de campañas negativas y de las que apelan a las emociones, nos empujarán a la frustración y al encono; y una creciente vocación antisistema, que se opone con firmeza a la realización de comicios, ensanchará el cuestionamiento respecto de la utilidad misma de las elecciones.
En el 2018 habrá 3,531 cargos de representación en disputa: la presidencia de la República, 128 senadurías, 500 diputaciones federales, 9 gubernaturas (se incluye la del Jefe de Gobierno de la Ciudad de México), 984 diputaciones locales y, en el ámbito municipal, 1,909 cargos (1,598 presidencias, 24 Juntas Municipales, 67 Síndicos, y -para la Ciudad de México- 16 alcaldías, y 204 concejales). En total, habrá elecciones locales en 30 de las 32 entidades federativas. Es un hecho conocido que las elecciones locales suscitan mayores casos de violencia que las elecciones federales, entre otras razones, por tratarse del vínculo de gobierno más cercano a la gente. A ello hay que sumar que el nuevo Sistema Nacional Electoral hace propicio que las elecciones locales se conviertan en un asunto de carácter político-electoral nacional, con el consecuente engrosamiento de los conflictos locales y descrédito de la autoridad nacional.
La confianza en las instituciones es un activo fundamental para las sociedades, no sólo porque contribuye a la gobernabilidad, sino porque, con ello, reduce el conflicto social, y propicia la participación ciudadana. Sin embargo, en nuestro país, los niveles de confianza han decaído a cotas que ya resultan alarmantes. Según un examen demoscópico de Consulta Mitofsky, por séptimo año consecutivo, la tendencia promedio de confianza en las instituciones mexicanas se inscribe a la baja (de 7 a 5.9). Por su parte, un estudio patrocinado por el INE (Evaluación de la subcampaña de actualización al padrón electoral 2016 del Instituto Nacional Electoral) consigna que las instituciones que inspiran mucha confianza son: la Comisión Nacional de Derechos Humanos (19%), la Iglesia (18%) y las Fuerzas Armadas (17%). Como puede verse, ningún porcentaje parece digno de orgullo. Los niveles mínimos para ese indicador se registran, por su parte, para la presidencia, el gobierno y los partidos políticos (5, 3 y 3 por ciento, respectivamente). La desconfianza en las autoridades electorales repercute en el grado de credibilidad de los resultados electorales y, éstos a su vez, en la legitimidad de los electos y del sistema democrático representativo. En encuesta elaborada por Reforma, el 60 por ciento considera que el INE no está preparado para organizar la elección del 2018, y el 55 por ciento no cree que el INE se conduzca con independencia del gobierno. Por su parte, el estudio patrocinado por el INE identifica que sólo el 10 por ciento de la población manifiesta tener mucha confianza en el INE y el 8 por ciento en el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación. Por otro lado, un estudio de GEA-ISA señala que el 50 por ciento de los potenciales electores considera que no será confiable el cómputo de votos y el 53 supone que habrá fraude.
Es un hecho conocido que las elecciones las deciden quienes asisten a las casillas. Por esa razón, los partidos han diseñado, históricamente, complejos mecanismos para que sus electores vayan a votar. En el pasado reciente, uno de esos mecanismos se circunscribía al aliento del voto gremial. Actualmente ese tipo de voto ha reducido su protagonismo en favor del voto clientelar (coaccionado), basado en la compra o en la amenaza. El estudio de GEA-ISA refleja esta percepción y estima que el 66 por ciento de la población cree que los partidos darán dádivas a cambio de votos. Otra forma de lograr la asistencia de los electores a las urnas consiste en apelar a sus emociones (miedo, felicidad, esperanza o cólera), de modo que exista un efectivo resorte que los impulse al sufragio. Son, por desgracia, estas dos estrategias (la coacción y las basadas en las emociones) las que han predominado. El hecho es desafortunado porque, sin importar el resultado, sus consecuencias de: exaltación, tristeza, coraje, temor o repulsión, acompañan -inevitablemente- al debilitamiento del entramado institucional.
La renuncia a la observancia de normas institucionales se revela en formas diversas. Según GEA-ISA, el 49 por ciento de la población piensa que las leyes no deben cumplirse si se considera que son leyes injustas, el 59 por ciento compraría productos pirata, el 48 evadiría el pago de impuestos y el 50 compraría gasolina en expendios irregulares. Mitofsky, por su parte, estima que el 30.2 de la población es favorable al discurso antisistema (indicador que basa en el nivel de confianza y desconfianza en las instituciones). Ya, en las elecciones del 2015, observamos esfuerzos organizados por impedir la realización de las elecciones federales (así ocurrió en zonas de Guerrero, Oaxaca y Chiapas).
El tratamiento de todos y cada uno de esos factores es, en sí mismo, un reto formidable. Sin embargo, si queremos ahuyentar del horizonte cualquier barrunto de tormenta perfecta, resulta ineludible afrontarlos.