Rodolfo Torres (29/04/2018)
No a todos gusta lo mismo …
La eficacia en el ejercicio de gobierno, que es crucial para el bienestar de las sociedades en general, es imperativa en entornos internos y externos complejos, caracterizados por la escasez o la inequitativa distribución de bienes materiales: alimentos, energía, agua; o sociales: libertad, seguridad, justicia. Una de las razones que se esgrimen para justificar ineficacias en la ejecución de políticas de gobierno, es por la dispersión de votos que impide construir mayorías dominantes. Sin embargo, en sociedades plurales como las actuales, lo normal es que las elecciones no produzcan mayorías avasalladoras. Por otra parte, a la luz de las actuales campañas de odio que exhiben un agudo encono, más que un fuerte contraste, es evidente que nuestro entramado político es aún incapaz de procesar virtuosamente una pluralidad que llegó para quedarse.
Muestra de esa pluralidad son, en el ámbito político, los gobiernos de minoría y la votación minoritaria (cuando se compara con el número de electores potenciales) de las candidaturas presidenciales triunfantes.
Como resultado de la reforma político-electoral de 1996 se propició que, a partir de las elecciones legislativas de 1997, se inaugurasen en México los gobiernos en minoría; llamados así cuando el poder ejecutivo (en este caso la presidencia) está en manos de un partido, y ese mismo partido, en el poder legislativo (en aquel año, en la cámara de diputados), está en minoría.
A diferencia de los reportes usuales, que informan los porcentajes obtenidos con base en el número de electores que efectivamente acudieron a las urnas, es interesante observar la votación de los ganadores de elecciones presidenciales previas, en relación con el número total de potenciales electores (los inscritos en la lista nominal).
En la elección presidencial de 1988, el candidato ganador, Carlos Salinas, obtuvo el apoyo del 25 por ciento de los potenciales electores. En la elección de 1994, Ernesto Zedillo obtuvo casi el 38 porciento. Para el año 2000, la cifra se ubicó en el 27 por ciento a favor de Vicente Fox. Para 2006, el apoyo a Felipe Calderón fue menor al 21 por ciento y para la elección de 2012, Enrique Peña Nieto fue electo con sólo el 24 por ciento. Si se contempla desde la perspectiva sugerida, el apoyo ciudadano ha sido minoritario en los últimos 30 años.
Si bien es cierto que, a nivel internacional, la experiencia recurrente de los sistemas presidencialistas es el gobierno de minoría, en el caso de México ello significa una conmoción debido al reino de un exacerbado presidencialismo (calificado, por algunos, de autoritario o, incluso, de imperial) y a la carencia ancestral de instituciones sólidas que debieran hacerle contrapeso. Durante 40 años hemos tenido un largo proceso de adecuaciones normativas, que aún no ha concluido (y en el que diversas normas aprobadas, simplemente, no han funcionado), para construir el andamiaje institucional que provea de estabilidad, certidumbre y predictibilidad al ejercicio de gobierno. En ausencia de instituciones fuertes han sido los acuerdos políticos coyunturales los que las han suplido y han suministrado al gobierno una relativa y pasajera estabilidad.
Se han ofrecido respuestas diversas a la pregunta respecto de ¿cómo lograr gobiernos eficaces en entornos plurales que producen gobiernos en minoría y con reducida votación favorable? La más sencilla consiste, en tiempo de elecciones, en convocar a la población para que otorgue mayorías dominantes a una determinada fuerza política, tanto en el poder ejecutivo como en el legislativo. Sin embargo, el éxito de esa estrategia depende del grado de convicción que se logre infundir en los electores respecto a la clara superioridad de una oferta política que permita hacer a un lado, aunque sea momentáneamente, la pluralidad que es inherente a nuestra sociedad.
La segunda, llama a formar coaliciones electorales que, en el mejor de los casos, puedan convertirse en coaliciones gobernantes. Sin menospreciar la viabilidad de esta segunda propuesta debe tenerse en cuenta su volatilidad, pues es esclava del pragmatismo político, éste sí, hoy por hoy, predominante en el comportamiento de los actores políticos.
Los gobiernos en minoría no son nocivos en sí mismos pues, de inicio, reflejan virtuosamente la pluralidad de las sociedades. Pero, para que esos gobiernos sean eficaces en la ejecución de sus políticas públicas, deben asumirse como parte integrante de un entramado institucional que debe atender, sobre todo, al interés público. Ello implica el enorme reto de rediseñar nuestras instituciones y de la capacidad que tengamos para desprenderlas de la percepción pública de que responden a intereses individuales, de partido o de grupos políticos o económicos; de que abusan del dinero público; de que son elefantes blancos que desatienden su función de servicio en aras de burocracias innecesarias e ineficaces.
Es una tarea colosal para una nación que ha mostrado, no sólo incapacidad para procesar sus diferencias, sino una flagrante ineficacia en el ejercicio de gobierno y en la creación de instituciones que sirvan de contrapeso al ejercicio autoritario del poder. Además, va retrasada en un mundo que afronta nuevos desafíos: la construcción de un nuevo tipo de instituciones que, sin burocracia, se hagan cargo de la creciente pluralidad y complejidad de todos los aspectos de la vida en comunidad (incluidas la cultural y la económica, además de la política). Sólo atender a estos retos podría conducir a la concepción de nuevas formas de gobierno que otorguen viabilidad a nuestra maltrecha vida social.