Rodolfo Torres (23/12/2018)
Con un ojo al gato y otro al garabato
En el ocaso de este año 2018 la Cámara de Diputados se apresta a aprobar, en ejercicio de sus facultades constitucionales exclusivas, el presupuesto para el año 2019, mismo que plantea una importante reorientación del gasto público a favor de mejorar las condiciones de quienes perciben ingresos que no les permiten acceder a una vida digna.
Nadie debería dudar que las condiciones de miseria en el país son dramáticas. Las cifras más recientes del Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (CONEVAL), correspondientes a 2016, nos informan que el 43.6 por ciento de la población mexicana (53.4 millones de personas) viven en estado de pobreza y el 7.6 por ciento (9.4 millones de personas) viven en pobreza extrema.
Es, desde luego, indispensable instrumentar paliativos que, a la par que se diseñan y ponen en marcha soluciones de largo plazo, frenen esa trágica tendencia que disuelve aceleradamente las condiciones mínimas necesarias para una convivencia social afable y cuya dinámica puebla de desesperanza y desolación a todos los miembros de nuestra sociedad.
Pero ¿De dónde obtener recursos para subsanar tan elevada deuda social? Sobre todo, si tomamos en cuenta que sucesivos gobiernos -desde 1985-, se aplicaron, de modo continuo y perseverante, a adelgazar, hasta la anemia, los ingresos gubernamentales. Ya fuese mediante la venta, a precios de ganga, de las empresas del Estado, o mediante la provisión de lánguidos presupuestos a esas empresas cuya venta no pudieron llevar a cabo (como PEMEX y la CFE), postrándolas en un estado de chatarrización. Si a lo anterior agregamos el prolongado aplazamiento de reformas fiscales que propiciarían finanzas públicas sanas, resulta un panorama sombrío. Baste señalar que, de acuerdo con datos de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), los ingresos tributarios en Francia representaron alrededor de 45 por ciento, en Chile el 20 por ciento, mientras que en México apenas ronda el 15 por ciento. La Ley de Ingresos, aprobada por las Cámaras de Diputados y de Senadores, prevé que los ingresos (estimados en 5 billones 838 mil 59 millones de pesos, que financiarán el gasto público) provendrán, principalmente, de los siguientes rubros: el impuesto sobre la renta aportará el 30 por ciento; el IVA el 17 por ciento; el IEPS el 7.5; las cuotas de seguridad social el 5.9; PEMEX el 8.98; la CFE el 7.16; del Fondo petrolero vendrá el 8.92 y de deuda interna el 8.31.
Si el compromiso del nuevo gobierno es no aumentar impuestos, ni crear nuevos impuestos, no hay duda de que el reforzamiento de sus ingresos fiscales se sostendrá en una reforzada vigilancia del cumplimiento del pago de impuestos, de la ampliación del número de quienes deben pagarlos, y de la cancelación del festín de devoluciones discrecionales de impuestos.
Por otra parte, si bien es cierto que, de acuerdo con estimaciones, la corrupción le cuesta anualmente al país hasta un 10 por ciento de su producto interno bruto (que al tercer trimestre del 2018 fue de 18 billones 610 mil 326 millones de pesos), su recuperación inmediata es incierta (si sólo se recuperase el 10 por ciento de las pérdidas se tendrían ingresos adicionales por más de 180 mil millones de pesos), pues la corrupción es un mecanismo perverso incrustado en la médula de múltiples procesos económicos y políticos. Será, desde luego, un factor favorable, el compromiso presidencial, y de su gobierno, de combatir en todos los frentes y de manera prioritaria esa calamidad, pero su combate a largo plazo requiere, además de postulados éticos, un replanteamiento profundo de nuestras estructuras y relaciones políticas y económicas.
Por último, algunas de las fórmulas que se han propuesto para superar la lacerante pobreza, apelan al mérito y al esfuerzo personales. Sin embargo, esa ruta, cómo única vía, parece infértil si se consideran los datos que aporta el Premio Nobel de Economía Joseph Stiglitz quien, en su libro El Precio de la Desigualdad, cuestiona severamente los postulados de la meritocracia y la teoría del esfuerzo personal, al señalar que el 90 por ciento de los que nacen pobres mueren pobres, mientras que el 90 por ciento de los que nacen ricos mueren ricos, sin importar los actos que realicen para alterar esa condición. De acuerdo con reportes del Centro de Estudios Espinosa Yglesias, en México, 7 de cada 10 personas que nacen en situación de pobreza se quedan así toda su vida. Por su parte, el Banco Mundial ha señalado que la población con menores ingresos tiene escasas probabilidades de mejorar su calidad de vida, a pesar de contar con estudios.
En el combate a la pobreza se han ensayado diversos mecanismos que, hasta ahora, no han tenido éxito y en los que han estado presentes elevadas dosis de corrupción. A la par de los indispensables paliativos es urgente diseñar y poner en práctica mecanismos que aspiren a transformar de raíz esa situación. Es decir, a desterrar, en definitiva, de nuestro modelo de desarrollo, las condicionantes que propician que nuestro país se convierta en una fábrica de pobreza, no sólo económica, sino también humana.