Rodolfo Torres (05/08/2018)
¡Que la promesa enriquezca!
El próximo miércoles 8 de agosto de 2018 la Sala Superior del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF) sesionará para realizar el cómputo de la elección, la calificación de validez y la declaración de Andrés Manuel López Obrador como Presidente Electo. Cerrará de ese modo el capítulo que corresponde a las autoridades electorales en el proceso de transmisión del poder público, e iniciará formalmente la transición de gobierno, que en los hechos ya ha comenzado.
Es una buena noticia para el país que ese capítulo concluya de manera pacífica. A ello han contribuido dos ingredientes fundamentales: el oportuno reconocimiento del triunfador de las elecciones, que hicieron público los contendientes y el gobierno saliente, en un gesto agradecible que les trascenderá; y la nutrida y activa participación de una ciudadanía que, de modo firme y contundente, expresó sus preferencias en las casillas.
Ahora, después del proceso electoral, la ciudadanía se muestra, mayoritariamente, optimista respecto a su futuro. Por ejemplo, la encuesta realizada por la empresa Consulta Mitofsky muestra que el resultado de la elección provocó sentimientos positivos en la población: 62.4 por ciento está alegre, el 62.7 es feliz, el 60.1 está satisfecha, el 59.6 está tranquila y al 59 por ciento le genera confianza.
La misma encuesta corrobora las altas expectativas que tiene la población respecto a su futuro. Espera mejoras en distintos rubros: el 65 por ciento en seguridad, el 67.4 en economía y el 64.8 en política. Respecto al plazo en el que cabría esperar resultados en esos rubros, el 61.1 por ciento espera que ocurran en el lapso que va de un mes a un año. En suma, en la elección que concluye la ciudadanía, que votó abrumadoramente por el cambio, confía en que éste se lleve a cabo y espera ver resultados inmediatos. Un reto formidable para el nuevo gobierno.
Cabe advertir que esas expectativas no carecen de fundamento. Fue oferta persistente de campaña el combatir los flagelos que, ancestralmente, han azotado a nuestras comunidades en materia de: seguridad, desigualdad, corrupción e impunidad, que hasta ahora han alcanzado niveles intolerables. Durante ese periodo de campaña, sin abordar en detalles respecto al cómo, la mayoría de los mensajes de los candidatos, ahora triunfantes, se concentraron en ofrecer solución a esos problemas.
Cada una de las referidas calamidades tiene, claramente, raíces profundas, que auguran que su solución definitiva no pueda ser alcanzada de manera inmediata; ya no digamos en el lapso de un año o un sexenio. Ello no quiere decir, desde luego, que no haya que acometerlos, desde ahora, en forma decidida y pronta. De hecho, uno de los saldos positivos de la elección es que hasta ahora existe correspondencia entre la voluntad manifestada por el nuevo gobierno de combatirlos y la confianza de la población de que esa vocación es creíble.
Pero, para su combate eficaz, debemos comenzar por reconocer que esos flagelos no son anecdóticos o episodios puntuales y aislados del paisaje nacional, que se resolverán sólo con demonizar y exorcizar a algunos culpables. Existen estructuras y mecanismos, esos sí eficaces, que los reproducen y preservan. A la par, debemos aceptar que los instrumentos institucionales con los que ahora cuenta la sociedad no sólo han sido ineficaces, sino que, en diversas ocasiones, han desatendido su finalidad superior y, algunos de ellos, han pasado a formar parte de esos mecanismos perversos.
Las instituciones son instrumentos esenciales de los que se ha dotado la sociedad para, al margen de los cambios de gobierno, asegurar su salud y vigencia en un horizonte temporal que va más allá del ejercicio de un periodo de gobierno. Su finalidad última es que, con apoyo en los instrumentos que la ley les confiere, todos los miembros de una sociedad tengan un trato equitativo, en materia económica, política y de justicia.
Se vislumbra que el nuevo gobierno electo busca alentar un saludable acercamiento e identidad con la población. Pero, es ineludible que, en algún momento del proceso de cambio, se aborde el desafío de una refundación institucional.
La reingeniería institucional requerirá de un trabajo detallado y cuidadoso. La complejidad del proceso lo amerita y deberá enriquecerse con todas las perspectivas. Aunque sabemos, con base en la experiencia reciente, qué tipo de instituciones no son útiles al país: aquellas que se doblegan al interés privado frente al público, que son extensiones de intereses partidistas, de individuos, o de grupos políticos, que se encuentran integradas por burocracias ocupadas en ampliar sus privilegios, y las que, conducidas por quienes se dotan a sí mismos de un aura que les exime de responsabilidad pública, les exenta de rendición de cuentas y les ubica por encima de los poderes legítimamente electos.
Las instituciones son artefactos esenciales para la salud de nuestra sociedad. La situación lamentable en la que se encuentra la mayoría de ellas amerita una intervención inmediata, a la vez prudente y cuidadosa. Estamos ante una oportunidad invaluable en la que se conjugan la voluntad expresada por el nuevo gobierno y la expectativa de la ciudadanía de que éste honrará la oferta de cambio que hizo a los electores.