Rodolfo Torres (12/03/2017)
Los partidos políticos y el financiamiento público que reciben son, nuevamente y con intensidad, motivo de cuestionamiento. Múltiples voces se pronuncian por su disminución, incluso, por su supresión. Estas posturas se ven favorecidas por el creciente desafecto ciudadano hacia los partidos políticos y por un destacado desequilibrio de las finanzas públicas nacionales.
Con independencia de la visión ideológica o concepto de democracia que anima tales planteamientos, es imperativo ajustar el modelo de financiamiento público, local y federal, hábida cuenta de que la aplicación de disminuciones intuitivas o dictadas por la mera coyuntura distorsionan la equidad entre los partidos y amenazan la construcción democrática.
El modelo mexicano de financiamiento político, inaugurado con las reformas constitucionales de 1994 y 1996, representó un factor fundamental para la construcción de un sistema de partidos efectivamente competitivo y para propiciar condiciones de equidad entre ellos de cara a las contiendas electorales.
La transición mexicana a la democracia habría sido mucho más ardua si los partidos no hubieran contado con recursos económicos relativamente equilibrados. De ahí que cualquier valoración respecto del modelo mexicano de financiamiento político exija atender su funcionalidad sistémica, sus efectos en el régimen de partidos y su contribución a la competitividad y equidad electoral.
Es necesario tener en cuenta que el modelo de financiamiento político vigente es el único rubro del presupuesto de egresos de la federación que no sólo se encuentra constitucional y legalmente garantizado sino que, además, se incrementa año con año, debido al natural e inevitable crecimiento de sus factores de cálculo, al embarnecimiento del padrón electoral y al valor de la Unidad de Medida y Actualización (hasta hace poco, el salario mínimo). Baste consignar que, tan sólo en el periodo 2007-2015, los partidos políticos recibieron recursos económicos por un monto de casi 28 mil millones de pesos ($27, 976, 505,371.14), por parte del erario público.
Paradójicamente, no se han apreciado, desde entonces, mejoras sustanciales ni en su patrimonio, ni en sus capacidades operativas. Sus publicaciones han sido escasamente distribuidas; su desvinculación con la sociedad se ha revelado creciente y su desempeño electoral aparenta estar basado más en las cualidades personales de los candidatos y en la atención a factores circunstanciales, que en la optimización de los diseños de sus campañas o en la mejora de la capacidad de sus estructuras electorales.
Si bien, modificar los factores del cálculo para la asignación de los recursos del erario a los partidos requeriría de una reforma al artículo 41 constitucional -algo que, a todas luces, se revela complejo y poco expedito- existen mecanismos disponibles que merecen ser considerados, al menos, en el registro de la atención al problema en el corto plazo. El artículo 116 constitucional, no establece método alguno para el cálculo del financiamiento local. Éste descansa en el artículo 51 de la Ley General de Partidos Políticos, que replica la fórmula federal. Desde 2014 -año en que se dispuso el súbito y, en algunos casos, desmedido incremento-, el peso del financiamiento a los partidos recayó en la hacienda pública de las entidades federativas, no obstante la conciencia de que ésta no es siempre boyante y de que, desde hace tiempo, arrastra vacilaciones presupuestales extraordinarias que ponen en jaque el equilibrio deseable entre el gasto corriente y el de operación.
El caso es que, dado el monto de egresos que ha alcanzado el gasto destinado a la política, tanto en las actividades cotidianas de los partidos como en las campañas electorales, es ingenuo pensar en un retorno espontáneo y afable a las prácticas de autofinanciamiento que, hasta 1994, hacía de los recursos aportados por los militantes y simpatizantes de los partidos la principal fuente de su financiamiento. Es perfectamente previsible que una disminución precipitada de las aportaciones públicas terminara favoreciendo que los intereses económicos impusieran agendas a los partidos por la vía del financiamiento.
Conviene pues revisar, en su conjunto, el modelo de apoyos del Estado a los partidos políticos. Parece posible, y exento de peligros, ejercer algunas formas de disminución sensatas e inmediatas, como la cancelación de las llamadas franquicias postales y telegráficas, por ejemplo. Es frecuente que los partidos políticos se abstengan de utilizar buena parte de los recursos presupuestados para estos efectos. De modo que el ajuste no sólo no afectaría su capacidad de acción y comunicación políticas, sino que implicaría, sin efectos nocivos, generar ahorros pertinentes. Por estar establecidos en la ley secundaria, estos destinos presupuestales podrían ser suprimidos por la vía de un proceso legislativo bastante llano.
Al mismo tiempo, tal vez sea un buen momento para reformar razonablemente los límites de financiamiento privado, sin que ello implique inobservancia del principio de primacía del financiamiento público. Convendría, por ejemplo, estimular a los militantes para que se conviertieran nuevamente en contribuyentes significativos de los gastos de su partido. En este línea de acción, la duplicación del monto máximo global permitido pareciera una alternativa plausible que tendría, además, otros efectos favorables para la salud de los institutos políticos, como el de la reconfiguración de las relaciones entre la dirigencia y las bases partidistas.
Una eventual reforma en esa materia debe discurrir sobre el monto y modalidades de financiamiento y debe acompañarse de un conjunto de medidas que incentiven la mejora en el desempeño de los partidos políticos.
Por supuesto, es posible y necesario disminuir el monto de recursos públicos que se destinan a los partidos políticos, pero nunca estará de más insistir en que, al hacerlo, debe preservarse el régimen de partidos políticos y las posibilidades de su mejora. La democracia lo requiere y a todos conviene.