Rodolfo Torres Velázquez (18/07/2020)
El próximo miércoles 22 de julio, la Cámara de Diputados designará a 4 nuevos integrantes del Consejo General del Instituto Nacional Electoral; al menos, dos deberán ser mujeres. La designación ocurrirá en un contexto en el que, de acuerdo con las más recientes encuestas, la autoridad electoral se encuentra entre las instituciones que brindan a la ciudadanía un nivel de confianza mediano. Lo que no es buen dato, pues la importancia de la función electoral, que tiene a su cargo – nada más y nada menos- que la organización de las elecciones mediante las que se transmite el poder público, requiere de la más alta confianza.
Con base en estudios de la casa encuestadora Consulta Mitofsky, durante los años 2004 al 2005 y del 2007 al 2010, al INE se le ubicó entre las instituciones que brindaban niveles altos de confianza. En los años 2006, del 2011 al 2016, y del 2018 al 2019 se le ubicó entre las que aportaban confianza media. En el año 2017 cayó al rango de confianza baja.
Esa constatación debería, por sí misma, alentar al INE, por el bien de la alta función de Estado que desempeña, a desplegar una agenda de transformación en al menos tres rubros: 1) en el aprecio que le tiene la ciudadanía; 2) en el cambio de su dinámica de operación institucional y 3) en el rediseño de sus procedimientos de organización de las elecciones.
Sin negar mérito a la realización de foros y encuentros de análisis del estado que guarda nuestra democracia o nuestra condición política, no puede ser éste el ingrediente único para trasmitir a la población la percepción respecto de la utilidad de la autoridad electoral. Tampoco basta, para concitar el aprecio ciudadano, el débil refugio en la emisión de la credencial para votar. Menos aún en la mera proclama de la defensa de la autonomía de las instituciones electorales, que en muchos despierta la suspicacia de una retórica orientada a la defensa de condiciones de privilegio.
Es un hecho que, hasta la fecha, la trampa ha estado presente en las elecciones que se celebran en nuestro país. Por desgracia, no ha sido infrecuente que esa trampa haya tenido éxito y haya distorsionado el voto ciudadano. Peor aún, a pesar de la evidencia de que se ha incurrido en trampas, esos actos han quedado impunes. Y ésa es la verdadera y legítima causa de la desconfianza ciudadana en los procesos electorales y en sus autoridades. En la medida en que la autoridad electoral castigue la trampa con severidad y construya los mecanismos para vigilar la limpia realización de todos los actos que le competen, seguramente gozará de mayor aprecio por parte de la ciudadanía.
Más allá de proclamas formuladas de manera sencilla o compleja, la autoridad debe mostrar su irrenunciable compromiso con la organización de elecciones auténticas y equitativas, con la efectividad del sufragio y con el ejercicio pleno de los derechos políticos de todas las personas. A fin de cuentas, el propósito de la autoridad electoral debe ser el asegurar la vigencia y respeto de la voluntad ciudadana expresada en las urnas. Como consecuencia de sus actos, la autoridad electoral se ubicará en el nivel de confianza que merezca.
En cuanto al segundo rubro, la inercia que resulta de la forma en la que se ha designado a las y los consejeros electorales, mediante “cuotas y cuates”, ha producido una operación institucional deficiente.
Como sabemos, durante buena parte del siglo XX, el gobierno organizaba las elecciones (a conveniencia). Después de un largo proceso de reformas, en el órgano superior de dirección, el Consejo General, sólo votan consejeras y consejeros electorales designados por mayoría calificada de la Cámara de Diputados. Sin embargo, los partidos y otras fuerzas políticas formales e informales han pactado, por casi dos décadas, el reparto de esas designaciones.
Ese reparto extralegal se ha trasladado al ámbito del INE, y de los Institutos Electorales en las entidades, que preservan la lógica de la negociación y de las cuotas. La consecuencia de ello ha sido un ejercicio patrimonialista, “feudal”, de la administración institucional en la que algunos consejeros fungen como supra-directores ejecutivos, sin que asuman las inherentes responsabilidades administrativas. Ello explica, en buena medida, la ausencia de un genuino ejercicio público de autocrítica al fin de cada proceso electoral. Las sesiones públicas se convierten en torneos de elogios mutuos, a pesar de los errores cometidos. Toda crítica, aun cuando fuese fundada, se interpreta como un intento de confrontación política. Ello demerita sustancialmente las tareas de los consejeros como integrantes del órgano superior de dirección. La mejora del accionar operativo institucional pasa por la desarticulación de feudos, por combatir el reparto de posiciones, por privilegiar la profesionalización de la función electoral en todos sus ámbitos, y por asumir que los procedimientos electorales son esencialmente de naturaleza transversal.
Por último, aunque ya en otros artículos he abogado por la incorporación de dispositivos electrónicos en la casilla de votación, también se requiere en otras áreas. En materia de fiscalización, por ejemplo, deben cumplirse los acuerdos del propio Consejo General que exigieron una fiscalización inteligente, que evite los errores que se cometen debido a la revisión y dictaminación manual de informes. Lo propio puede hacerse para revisar la membresía a organizaciones que aspiran a convertirse en partidos políticos y a los ya constituidos. Debe hacerse uso de todas las herramientas disponibles para, tan pronto una organización registre una afiliación, se notifique de inmediato a la persona implicada para que confirme su membresía a la organización en cuestión . No es necesario esperar a la confronta de membresías duplicadas, que ahora ocurre, hasta el momento en que se detecta una misma afiliación en dos partidos distintos. Es un reto enorme, sin duda, aunque indispensable, si se quiere fortalecer la institucionalidad electoral y la gobernabilidad democrática.