Rodolfo Torres (12/11/2017)
No pienso nunca en el futuro porque llega muy pronto. Albert Einstein
Las encuestas electorales son relevantes dada su amplia difusión e influencia en los procesos electorales. Por ejemplo, en 2012 se publicaron 4,433 encuestas, lo que significó un incremento de 144 por ciento respecto al proceso electoral de 2006 y un 503 por ciento en relación con el proceso electoral de 2009. Para la elección del 2018, ese número será mayor, sin duda, pues la publicación de encuestas se realiza con intensidad creciente, aún fuera de los procesos electorales.
Una encuesta es un método de investigación sociológico que aplica instrumentos estadísticos para detectar pautas y regularidades en la información que se obtiene de lo que un grupo de personas responde a un cuestionario predeterminado.
Desde el punto de vista de la institucionalidad electoral, se considera “que las encuestas y sondeos de opinión, aportan elementos que permiten la formación de una opinión pública libre, la consolidación del sistema de partidos y el fomento de una auténtica cultura democrática” (TEPJF, SUP-RAP-165/2014).
Sin embargo, en diversas circunstancias, las encuestas electorales se han insertado en la llamada guerra electoral. Es decir, se han usado, no como un instrumento de información, sino como recursos de propaganda electoral que, en no pocas ocasiones, han sido materia relevante en la impugnación de elecciones.
Es por ello que la normativa electoral ha evolucionado desde 1993 para inhibir su uso propagandístico. En esa fecha, se incluyó en el COFIPE la obligación de entregar al IFE el estudio que respaldara los resultados sobre las preferencias electorales que hubiesen sido publicados.
En 1996 se agregó al COFIPE la obligación de que toda persona -física o moral- que pretendiera difundir resultados de encuestas electorales, adoptase criterios de carácter científico. En 2008, se dispuso la obligación de consultar al gremio de encuestadores sobre la definición de esos criterios. En 2014, esas disposiciones se trasladaron a la LEGIPE y, en 2016, al Reglamento de Elecciones del INE.
Esa normativa, en esencia, dispone que quienes ordenen o publiquen encuestas y sondeos de opinión deben dar a conocer su metodología, en particular: tamaño de muestra, nivel de confianza, margen de error y tratamiento de no-respuestas, además de las fechas de levantamiento, el fraseo de las preguntas de la encuesta cuyos resultados se publican, y la base de datos con las variables publicadas. Quien incumpla dichas disposiciones puede hacerse acreedor a sanciones. Así lo dispone el Artículo 148.1 de aquel reglamento.
La elaboración de encuestas -en su mayoría producidas por empresas serias y competentes y con pertenencia a sólidos gremios profesionales- afronta, además de múltiples retos técnicos, una muy extendida incomprensión respecto de los efectos de sus resultados.
Como he señalado, las encuestas tienen como insumo primordial la respuesta que dan las personas a los cuestionamientos que se les plantean, lo que implica que, si la persona miente en su respuesta, el resultado de la encuesta se vuelve, en esa medida, incierto; y si, como ocurre en nuestro país, la coacción a los votantes y la compra de voto están tan extendidas, el incentivo para mentir y la probabilidad de respuestas falsas son mayores.
Si a lo anterior agregamos que actualmente las elecciones se resuelven con una diferencia de votos muy reducida, el incentivo para la difusión interesada de encuestas carentes de base científica se incrementa exponencialmente.
Otro elemento que puede distorsionar el resultado de las encuestas es que no hay certeza respecto a que, quien da respuesta a los cuestionamientos de la encuesta, acuda, luego, efectivamente a votar.
En cuanto a la incomprensión respecto a los alcances de los resultados de las encuestas, debemos tener claridad que las empresas encuestadoras se esfuerzan por alcanzar dos objetivos que ni son fáciles de alcanzar, ni necesariamente compatibles. El primero, es el de lograr que la encuesta sea una fotografía nítida del humor social en un momento determinado. Es decir, que la encuesta haga la lectura del resultado electoral de una elección que sólo hipotéticamente se lleva a cabo el día en que se interroga a la persona. El segundo, consiste en conseguir que la encuesta pronostique, con una aproximación razonable, el resultado que se obtendría el día en que efectivamente se llevarían a cabo las elecciones.
Por otra parte, para la autoridad electoral el reto no es menor, pues debe distinguir si la difusión de la encuesta, que se ha convertido en un producto informativo muy apetecible, aporta elementos que propician el fomento de una auténtica cultura democrática, o se trata de la difusión interesada de arreglos numéricos disfrazados de una supuesta base científica.
Lo que es un hecho cierto, y en apariencia inevitable, es que las encuestas influyen en el ánimo del elector. Así lo reconoce la norma actual, pues dispone (artículo 134.1 del Reglamento de Elecciones) que: durante los tres días previos a la elección y hasta la hora de cierre de las casillas, queda estrictamente prohibido publicar, difundir o hacer del conocimiento por cualquier medio de comunicación, los resultados de las encuestas o sondeos de opinión que tengan como fin dar a conocer las preferencias electorales.
¿En qué medida el humor social determina la decisión del elector? Es difícil cuantificarlo; aunque, los resultados oficiales y de las encuestas de las elecciones presidenciales de 2006 y 2012, nos permiten suponer que ese humor no lo será todo a la hora de estimar con precisión los resultados electorales del 1º de julio de 2018.