Rodolfo Torres (13/08/2017)
El mejor profeta del futuro es el pasado
Las instituciones nacionales arrastran, desde hace varios años, una decreciente credibilidad que no parece tocar fondo. La confianza en las instituciones es esencial para nuestro fortalecimiento democrático y es un elemento clave para la gobernabilidad del país.
Aunque la democracia no se reduce a las prácticas electorales, es un hecho irrefutable que sin elecciones libres y equitativas no es concebible la democracia representativa. La calidad de los procesos electorales tiene un efecto directo e inmediato en la legitimidad de los gobiernos. De ahí la importancia de fortalecer la confianza en nuestras instituciones electorales.
Diversas voces, que desean contrastar el nivel actual de credibilidad del INE con su inmediato predecesor, aluden a la etapa de creación del IFE autónomo como una época dorada en que la autoridad electoral gozaba de un alto prestigio que ahora se echa en falta. Más allá de las valoraciones que cada quien tenga en torno a la actuación de las autoridades electorales, para tratar de entender el presente, conviene ir más allá de la mera alusión a los dos momentos históricos y analizar, aunque sea brevemente, sus respectivas particularidades políticas.
Sin demérito del relevante papel que jugaron las y los consejeros electorales de aquella primera etapa del IFE autónomo, conviene tener presentes cuatro factores adicionales que confluyeron para alcanzar aquellos añorados niveles de credibilidad. El primero tiene que ver con la propia reforma político electoral (la de 1996) que dio origen al IFE como órgano autónomo. Cabe recordar que gracias a esa reforma se modificó de raíz la manera de organizar las elecciones. Se separó al gobierno de su sitial predominante en la organización y calificación de las elecciones y esas tareas se transfirieron a dos órganos autónomos: al, entonces, Instituto Federal Electoral y al, ahora, Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación. Con ello, se montaron los cimientos de la credibilidad de los resultados electorales. La alta calidad técnica en la manufactura de aquella reforma proveyó de una base sólida para la construcción de un cuerpo normativo coherente que facilitó su puesta en operación.
El segundo factor, fue la autocontención de todos los partidos políticos (señaladamente del partido en el poder) para evitar asfixiar a ese nuevo ente autónomo. Ello otorgó a las nuevas autoridades electorales de un inusitado espacio de libertad de actuación que potenció la efectividad de su disposición al fortalecimiento de procesos electorales democráticos y creíbles –espacio que, hay que decir, no era absolutamente libre, pues se arrastraban, y hasta la fecha se remolcan, inercias de un pasado de partido hegemónico-.
El tercer factor, que fue clave para alcanzar una elevada credibilidad del IFE, fue el talante democratizador del entonces jefe del poder ejecutivo federal quien auspició la reforma electoral del 1996 y que, para materializarla, desplegó pericia política para neutralizar las aún fuertes pulsiones autoritarias. Ese proceder tuvo su demostración trascendental al momento de concluir la jornada electoral del 2 de julio del 2000, cuando, por voz propia, reconoció que su partido había perdido las elecciones. Cabe advertir que ese rol pudo desplegarse debido a las capacidades extraordinarias con las que, en aquel entonces, contaba el jefe del poder ejecutivo.
Por último, pero no menos importante, fue el largo proceso de maduración de una demanda social, y de las fuerzas políticas de oposición, en favor de un cambio a través de elecciones democráticas.
Actualmente, algunos de esos factores han virado radicalmente. Se han aprobado, en 12 años , cinco reformas electorales (2002, 2003, 2005, 2007 y 2014) que han vuelto más complejos, de modo exponencial, los procesos electorales. Dieron al IFE, y ahora al INE, atribuciones añadidas en materia de: radio y televisión, fiscalización, procedimientos administrativos sancionatorios, y ampliaciones centralizadas de autoridad electoral a nivel nacional, entre otros. A diferencia de la reforma de 1996, las reformas del 2007 y del 2014, carecieron de la pericia legislativa de aquélla, y dejaron huecos normativos, y aun postulados contradictorios -sobre todo la del 2014- que han tenido que ser subsanados por las autoridades electorales. A la par, han tornado casi imposibile la indispensable labor pedagógica de la autoridad electoral que obliga a la explicación inteligible de las razones de sus actos.
En lo que se refiere a la originaria actitud de autocontención de los partidos hacia la autoridad electoral, es evidente que se ha abandonado. Más bien, ahora, aunque en diverso grado, los actores políticos buscan mudar, en su favor, la actuación de la autoridad electoral. Ello ha constreñido sustancialmente los espacios de acción de esas autoridades.
Por otro lado, hay que decirlo, un efecto favorable de las sucesivas reformas político-electorales es que se ha propiciado un creciente pluralismo político que ha favorecido el paulatino desprendimiento de atribuciones extraordinarias al jefe del poder ejecutivo federal –a veces llamadas meta-constitucionales- en favor de un mayor y efectivo equilibrio de poderes.
Como puede verse, las condiciones políticas específicas entre el momento presente y aquel del año 1996 son sustancialmente distintas. Es deseable aprovechar la lección y, con posterioridad a la elección del 2018 (pues hacerlo ahora es prácticamente imposible), volver a pactar: una efectiva autocontención de los partidos y actores políticos en favor del fortalecimiento de la autonomía de las autoridades electorales, y una reforma electoral que reoriente a los organismos electorales hacia su misión primordial, como garantes del efectivo ejercicio de los derechos político-electorales de los ciudadanos y de la transmisión pacífica del poder público mediante elecciones auténticas, libres, dignas de credibilidad y equitativas.