Rodolfo Torres (23/04/2017)
Se ha llegado a afirmar, a mi entender injustamente, que la corrupción es consustancial al sistema democrático representativo. La afirmación es injusta por sobre-simplificación de análisis; entre otras cosas, pasa de largo sobre el hecho de que los regímenes autoritarios pueden tener (y tienen de facto) mayores dosis de corrupción. No obstante, debemos, al menos, intentar explicar por qué en tiempos recientes, y en todas las latitudes, los diversos sistemas democráticos se han impregnado por extendidos y escandalosos casos de corrupción. A mi juicio, existen condiciones estructurales que alimentan esa degradación. Me explico:
El enfoque más socorrido para explicar la prevalencia del fenómeno de la corrupción de servidores públicos se centra en la (in)moralidad de sus actos. Se sostiene que la manera de acabar con la corrupción es asegurar que estos servidores se ajusten a un comportamiento ético. Para ello, además de reiterados llamados a la ética pública, se han instituido numerosos cuerpos normativos y órganos de vigilancia (Auditorías Superiores, Contadurías Mayores, Contralorías, etc.) que tienen como propósito esencial disuadir y, en su caso sancionar, a quienes incurran en actos de corrupción.
Acercamientos recientes al problema explican el fenómeno como consecuencia de la debilidad de los sistemas democráticos; como corolario, se apuesta por la creación o fortalecimiento de entes reguladores e instituciones autónomas. Entre otras, las dedicadas a vigilar y promover la transparencia y la rendición de cuentas de los servidores e instituciones públicas (en nuestro caso el INAI). En esa materia destaca la creación del Sistema Nacional Anticorrupción (SNA).
Sin embargo, a pesar de la abundancia de instrumentos orgánicos y normativos, y sin negar importancia a su existencia y actuación, crece la percepción de que el número y gravedad de los casos de corrupción que se conocen, lejos de disminuir, embarnece.
A mi juicio, uno de los factores que explican el crecimiento desmedido de esa calamidad tiene su origen en un modelo económico que acentuó la transferencia de bienes públicos a manos privadas. Desde la década de 1990, recordemos, el impulso a la transnacionalización de la economía indujo el gigantismo de los corporativos económicos (que, por sí mismos, superan en capacidad económica y política a la mayoría de los países en que operan); ello a partir de su necesidad de contar con una masa crítica mayúscula que les permitiera competir ventajosamente, si no es que sólo sobrevivir, en los enfebrecidos mercados mundiales. Bajo esa perspectiva, se puso a disposición de ese propósito -el del crecimiento desmedido de los corporativos económicos- todos los instrumentos del Estado (algo que, conviene señalar, ocurrió en todas las latitudes, no sólo en México).
Todo ello trajo consigo la creación de un entramado normativo e institucional en el que ya no se cuestiona la conveniencia de transferir, continuamente, bienes de la esfera pública a la privada; se busca, a costa de todo, la eficiencia del proceso.
En esa aspiración de eficiencia se enmarca la creación de entes reguladores, en las materias de competencia económica, de energía o de telecomunicaciones. Sin embargo, se ha señalado que los entes regulados (los corporativos económicos) han apostado por coptar o limitar la actuación de los entes reguladores.
En ese –ya monumental- proceso de traslado de bienes públicos al ámbito privado, que alcanzó, entre otras, a las industrias eléctrica, energética, de telecomunicaciones, y a la de servicios financieros (sistemas de ahorro para el retiro, entre otros), diversos funcionarios públicos, adscritos a las áreas responsables de las autorizaciones, jugaron un papel arbitral determinante. La certeza de este rol definitorio motivó múltiples casos de corrupción en que muchos funcionarios públicos se beneficiaron de los procesos de traslado de bienes. Se generaron nuevas y abundantes riquezas y se enraizó la convicción de conveniencia de ese modelo en el imaginario de las élites políticas y económicas nacionales.
Actualmente, esos procesos de apropiación (o despojo) de lo público a lo privado, ya no atañen sólo a la gran industria; ahora alcanzan todos los espacios de la vida económica sin importar su tamaño. Incluye todo tipo de permisos que emite la autoridad en todos los niveles de gobierno. Lo que ha favorecido el afianzamiento de amplias redes de complicidad.
Una vez que este mecanismo –a todas luces nocivo y generador de corrupción- se ha asentado en diversos segmentos del servicio público, y que los propios servidores, encargados de permitir la operación de esos servicios, han asimilado plenamente su rol determinante para inclinar la balanza, esa maquinaria perversa ha asegurado su persistencia.
Peor aún, hoy día, la pretensión de ocupar cargos públicos se ha convertido en una aspiración absolutamente consciente en aras del beneficio personal, familiar o de grupo, pues se sabe que se podrá obtener una tajada (cada vez mayor) de ese proceso de apropiación. Así es como se retroalimenta y perpetúa ese mecanismo perverso.
Los llamados a la ética importan; lo hacen, también, la existencia de mecanismos que disuaden y castigan los actos de corrupción y la actuación de instituciones abocadas a combatir la corrupción y garantizar la transparencia y la rendición de cuentas. No obstante, hay que decirlo, la prevalencia de la corrupción es consustancial al modelo actual de desarrollo económico; y sí, se beneficia, además, de las debilidades de nuestro modelo democrático representativo. Sin lugar a dudas, para combatir eficazmente la corrupción, urge reformular nuestro modelo económico. También, por supuesto, mejorar nuestro sistema democrático.