Rodolfo Torres (08/07/2018)
Participación social para un cambio verdadero
El triunfo de Morena en la elección presidencial del pasado domingo merece, sin atenuantes, el calificativo de apabullante. Los cómputos distritales del INE consignan que el 53.1% por ciento de los votos fue a favor de Andrés Manuel López Obrador; el mayor porcentaje obtenido, en una elección presidencial, desde hace 30 años.
El resultado es notable dada, entre otras cosas, la corta edad de ese partido; fue su primera participación en una elección presidencial, y porque venció a una dura oposición que lo confrontó con virulencia, organización y bastos recursos.
Fue precisamente el grado de aspereza de la campaña electoral la que hacía anticipar que viviríamos una pesadilla el día después. No ocurrió de ese modo, afortunadamente. Contribuyeron a eso numerosos factores, entre ellos: la significativa participación ciudadana, la amplia distancia entre el primero y el segundo lugar, la oportuna y meritoria declaración de aceptación de la derrota de los candidatos opositores (la primera de ellas formulada por José Antonio Meade), el puntual reconocimiento del triunfo de AMLO por el presidente Enrique Peña Nieto, y el tono mesurado y conciliatorio del discurso de inauguración de la victoria. A partir de ello, desde todos los flancos del poder, no han dejado de fluir felicitaciones por ese resultado. De mantenerse esa pauta tendríamos, contra todo pronóstico y para fortuna de todos, una tersa transición política.
El dominante número de votos a favor de Morena es muestra, también, de las elevadas expectativas que le acompañarán durante seis años para que se transformen, radicalmente, las condiciones de pobreza, de violencia, de corrupción, de impunidad, de falta de empleo bien remunerado y, en general, de desigualdad, que privan en nuestro país. Esas expectativas no son infundadas, pues esa fue la oferta de campaña de Morena y de los partidos que conformaron la coalición “Juntos haremos historia”.
El embarnecido capital político del que ahora dispone Morena le obligará, a riesgo de convertirse en flor de un día, a mantener una firme voluntad para cumplir sus ofertas de campaña. Sin embargo, sabemos, la obcecada realidad no se somete a la mera manifestación de la voluntad humana. En particular, para combatir esos flagelos, es indispensable contar con estrategias claras y sensatas que, una vez puestas en marcha, hagan factible la materialización de los anhelos. A ese respecto, el nuevo gobierno ya ha anunciado que ocupará los próximos meses, desde ahora hasta la toma de posesión, para elaborar los planes respectivos; plazo que se antoja reducido dada la magnitud de los retos.
Toda estrategia, para ser viable, debe partir de premisas de finitud de recursos y de la existencia de restricciones. En cuanto al primer rubro, ningún país puede partir de la base de que tendrá acceso ilimitado e inagotable a recursos naturales: agua, energía, clima favorable, alimentos, fertilidad de suelos y ausencia de catástrofes naturales. En cuanto al segundo, debe tener presente el estado actual de sus signos financieros vitales: deuda, inflación, productividad, ahorro y estructura fiscal; de sus condiciones sociales: seguridad, discriminación, educación y grado de desigualdad en los intercambios; de su entorno político, tanto externo: ubicación geopolítica y la persistente ofensiva contra gobiernos autodenominados de izquierda; como interno: debilidad de nuestro sistema de partidos, un reforzado entorno de exigencia social, conformación de los poderes legislativo y judicial, deteriorada salud de las instituciones públicas autónomas (con la notable excepción del Banco de México), existencia de una férrea oposición política, y la subsistencia de un ancestral e inercial entramado constitucional y legal.
Una vez ponderadas las premisas, formuladas las estrategias, elaborados los planes y dimensionadas adecuadamente las metas que será factible alcanzar en este corto lapso de gobierno (y toda vez que ya ha concluido la efervescencia de las campañas electorales que inducen al ofrecimiento de futuros idílicos), debe informarse a la sociedad, con veracidad, claridad y sin aderezos, respecto a la forma en que podrán superarse los desafíos. Es indispensable que se informe a la ciudadanía, no sólo para que ésta conozca y decida la forma en que habrá de participar, además porque la energía social positiva, que se ha revelado a partir de este proceso electoral en que una amplia mayoría ha manifestado su deseo de cambio, será el factor principal para transformar nuestra vida pública.
El daño que sufre ahora nuestro tejido social es de tal magnitud que es inconcebible que la sola acción de gobierno y de su partido sean suficientes para mitigarlo. Por ejemplo, uno de los males mayores que lastran nuestro desarrollo es, sin duda, el trato desigual (en muchos casos discriminatorio) que ocurre en todos los ámbitos de nuestra vida social; en todas nuestras formas de intercambio. No es inusual que ese trato disparejo haya engendrado múltiples y ancestrales agravios que, en casos extremos, se dirimen de modo violento. Es ahí donde la participación social resulta indispensable y, para ser eficaz, deber ser armónica con la acción gobierno.
Por ello, la participación social no sólo es deseable, es indispensable si realmente se quiere transformar de raíz nuestra condición actual. Es por ello ineludible que esa participación esté prevista en toda estrategia y plan de gobierno. No se trata sólo de evitar una eventual frustración y un potencial y agudo conflicto social al que puede conducirnos el incumplimiento de expectativas, se trata de apostar a la viabilidad del cambio. No hay futuro posible sin la participación de la sociedad. El compromiso, hoy, es -como nunca- de todos.