Rodolfo Torres Velázquez
(27/09/2020)
El incremento de la temperatura política en nuestro país se debe, entre otros, a tres factores. A la convicción que tienen algunos actores y partidos políticos tradicionales de que, en las elecciones del 2021, podrían sufrir un quebranto de tal magnitud que pondría en riesgo su vigencia política; a que diversas acciones del nuevo gobierno han minado a diversos grupos de poder que han visto perder la centralidad de su participación en la toma de decisiones fundamentales en el país; finalmente, al disgusto de algunos sectores por la revalorización del pueblo llano en la formulación de políticas públicas. Para revertir esa situación que les es adversa, los opositores apuestan también por aumentar la tensión entre los poderes estatales y el federal. Es ésta una jugada temeraria; sus resultados son impredecibles y son potencialmente peligrosos para la sociedad en su conjunto.
Conviene recordar que los municipios adquirieron gran relevancia a partir de 1812; no sólo porque articularon a los pueblos originarios y favorecieron el surgimiento de la ciudadanía (hasta ese entonces sólo existía la figura de súbdito), además fueron la base de la organización de los procesos electorales y elementos clave de los políticos. Puede afirmarse, sin duda, que en aquella época la República se constituyó a partir de sus poderes locales.
Pero el modelo basado en los ayuntamientos, y en los poderes locales en general, al que se acusaba de propiciar dispersión en lo político y en lo económico, sufrió, durante el siglo XIX, múltiples embates de intensidad diferenciada a lo largo y ancho del país. A principios del siglo XX, el ayuntamiento era una figura sin capacidad efectiva de gobierno. En el ámbito financiero, la hacienda pública se administraba centralmente. En el ámbito de la política, el poder se fue centralizando en los ejecutivos estatales y nacional, en un proceso paulatino en el que jugaron un rol destacado los denominados jefes políticos; que habían nacido como enlace entre los ayuntamientos y los gobernadores pero que, hacia finales del siglo XIX, dieron la espalda a los ayuntamientos y se convirtieron en elemento esencial de la centralización política.
En el último tercio del siglo XIX tuvo lugar un importante proceso de centralización, impulsado primordialmente por factores económicos, por lo que se consideraba entonces como exigencias de la modernidad. Ferrocarriles, puertos, telégrafos, industria eléctrica, legislación minera, uso del agua y deslinde de terrenos baldíos, con la hacienda pública por detrás, fomentaron un crecimiento económico en algunas zonas del país y la articulación de mercados regionales. Esos factores de centralización económica demandaban consensos políticos nacionales; algo que las regiones, por sí mismas, no fueron capaces de aportar. Es decir, el centralismo se practica tanto desde la federación como desde los gobiernos estatales en detrimento de la periferia: los municipios y las regiones.
Durante el siglo XIX, en el proceso de profundización del centralismo, se establecieron equilibrios regionales y nacionales que dieron cierta estabilidad a un modelo que se proclamaba federal en lo formal y que en la práctica era profundamente centralista.
Es interesante destacar que, previo a la alternancia en la titularidad de la Presidencia de la República, ocurrida en el año 2000, ya había sucedido un profundo proceso de cambio político a nivel municipal y local. La reforma electoral de 1996, que había fortalecido políticamente a los partidos y a los gobernadores, favoreció el cambio político en estados y municipios. Los resultados electorales de esa época revelan, en esos ámbitos, un debilitamiento del partido hasta entonces gobernante (PRI). Puede decirse, por ello, que la primera alternancia en la presidencia recorrió una ruta de la periferia hacia el centro.
Frente al arribo de un partido distinto a la titularidad del ejecutivo federal en el año 2000 (PAN), los ejecutivos locales, cuyo partido había pasado ahora a la oposición, impulsaron la creación de una instancia de agrupamiento político (la Conferencia Nacional de Gobernadores, CONAGO). Este organismo fue eficaz para hacer contrapeso político nacional al ejecutivo federal y para mantener vigente una oposición política regional. La CONAGO también jugó un papel fundamental en la creciente canalización de recursos a las entidades federativas.
La estrategia de atrincheramiento político en el espacio de las entidades, aunado a la disponibilidad de crecientes recursos económicos en los estados (el 80% del gasto federal se había descentralizado), resultó exitosa para que el PRI, que había mantenido el poder por 71 años, retomara espacios políticos en los estados y favoreciera su retorno al poder ejecutivo federal en el año 2012. Pero ese enorme caudal de recursos económicos asignado a los estados, usualmente ejercido con discrecionalidad y sin vigilancia efectiva, alimentó los múltiples y escandalosos casos de corrupción en las entidades. Durante los años 2012 al 2018 la CONAGO fue perdiendo paulatinamente su papel de oposición política al gobierno federal.
Ahora, diversos ejecutivos estatales en manos de partidos opositores al gobierno federal han reeditado, en una denominada Alianza Federalista, su actuación como oposición política. Esa Alianza tuvo su origen en marzo de este año con tres gobernadores (Nuevo León, Coahuila y Tamaulipas), ahora cuenta con 12 mandatarios estatales que critican la actuación de las autoridades sanitarias frente a la pandemia y exigen la revisión del pacto fiscal vigente. Tanto la CONAGO como la Alianza Federalista comparten una visión centralista del federalismo y ambos se constituyeron como instrumentos de política partidista. Sin duda, es indispensable emprender una revisión profunda de la forma en que ahora están interrelacionados los tres niveles de gobierno. Una genuina reforma federalista no puede dejar de lado a los municipios y a las regiones, hasta ahora ninguneados. Sin embargo, la contienda electoral no puede, legítimamente, convertirse en pretexto para embarnecer la centralidad de los estados frente a la federación y los municipios.
La tirantez centro-periferia es una realidad de la historia política nacional que estuvo en la médula de conflictos, incluso armados, que recorrieron buena parte del siglo XIX y perduraron durante el siglo XX. Conviene a todos actuar con sabiduría y responsabilidad para no reeditar, de manera artificial, y sólo por razones electorales, añejos conflictos que han ocasionado gran dolor a la sociedad mexicana.