Rodolfo Torres (19/02/2017)
Las declaraciones y órdenes ejecutivas del presidente Trump han colocado a México en una condición de riesgo en los ámbitos: económico, social y político. La construcción del muro, la expulsión de migrantes, el encono en el discurso, y el lugar de privilegio que ahora ocupa en la agenda bilateral el tema de seguridad, en detrimento de los variados temas que derivan de nuestro intenso intercambio, modifican radicalmente nuestra relación. Ello exige, sin lugar a dudas, la unidad de sus habitantes y de quienes, viviendo en el extranjero, simpatizan con nuestro país.
Sin embargo, existen diversas formas de entender esa Unidad. Hay quienes la conciben bajo el símil de una contienda deportiva en la que basta que desde las gradas (en la que estaríamos nosotros) se apoye al unísono a un equipo (México) y a sus jugadores (nuestros gobernantes; en quienes, de entrada, los aficionados depositan poca fe en que se desempeñarán con pundonor). Desde esa perspectiva, el apoyo, aunque impetuoso, sería de corta duración. Al final del encuentro y con independencia del resultado, volveríamos a nuestra desavenida realidad cotidiana.
Dada la gravedad de la situación, ese tipo de unidad, no es útil. Se requiere de una unidad auténtica. Que no se alcanza sólo con invocarla. Aquella que se logra con participación y compromiso. Que fortalezca nuestro tejido social y a sus instituciones. Porque el vigor de un país no depende únicamente de la actuación digna de su gobierno frente al exterior; requiere de mayor sustancia: de instituciones democráticas, de gobiernos y gobernantes honestos y eficaces, y de una ciudadanía actuante.
Podríamos conseguir esa unidad si quienes encabezan nuestra representación ante el exterior defienden con firmeza la soberanía de México. No se trata de una tarea imposible o inédita; tenemos precedentes significativos de ello. Por ejemplo, durante la segunda guerra mundial, Gilberto Bosques encabezó los esfuerzos de nuestro país para dar asilo a más de 40,000 refugiados de diversas nacionalidades. No menos destacado es el caso de Alfonso García Robles, el arquitecto del Tratado para la Proscripción de las Armas Nucleares en América Latina y el Caribe, cuya actuación garantizó que nuestra región fuera la primera en el mundo, libre de armas nucleares –y ganó, por ello, el premio Nobel de la Paz en 1982.
Uno y otro, ejemplos de conducta recta en los asuntos hacia el exterior, han constituido asientos de unidad. Así, la cohesión a la que aspiramos, la que hoy requerimos ante la amenaza exterior, demanda que las instituciones públicas y quienes las integran honren su obligación de servir a la población. Se exige que esas instituciones no sean botín para el beneficio personal o de grupo. Urge, para ello, desterrar el ejercicio patrimonialista del servicio público. Terminar con la práctica de que alcanzar un cargo público significa obtener una patente de corso para el ejercicio arbitrario de la función pública.
Esa unidad requiere que los representantes electos atiendan al interés público, actúen con transparencia, rindan cuentas y no incurran en actos de corrupción. Aunque en materia normativa hemos avanzado considerablemente, en la práctica no hemos desterrado esos vicios de los tres niveles de gobierno. Estamos aún lejos de lograr un ejercicio democrático del poder público.
Esa unidad hace indispensable que los partidos políticos, grupos económicos y organismos sociales asuman que los intereses de México son superiores a sus demandas, por legítimas que fueran. Pues la defensa de nuestra soberanía sobrepasa los límites que una visión parcial impone.
Pero un componente fundamental de nuestra fortaleza como nación, lo debe aportar el comportamiento cívico de sus habitantes. Sin lugar a dudas, toca a los gobernantes conducirse escrupulosamente con eficacia y honestidad. A nosotros corresponde actuar con responsabilidad y respeto, sin discriminar por género, origen étnico o nacional, condición social, religión o preferencia sexual. Esa unidad exige un trato digno. Nuestra práctica cívica favorecería una mayor vigilancia de nuestros gobernantes y una representación política de mayor calidad.
Si bien, no todo abona en nuestro favor, tenemos de nuestro lado algunas bases económicas y culturales. Los lazos que ha construido México con otras naciones en materia económica nos permiten realizar exportaciones agropecuarias, extractivas y manufactureras que se colocan ya por encima de las exportaciones petroleras. De los productos mexicanos que se exportan destacan: la cerveza -con un monto de 2.4 mil millones de dólares, superando a Holanda y Alemania-; el aguacate, superando a Chile y a Perú con un 46% de comercio mundial, y; el limón, con 32.3% del mercado mundial. Nuestra posición geográfica, con acceso privilegiado a los océanos Pacífico y Atlántico, nos debe estimular para convertirnos en núcleo logístico mundial para el traslado de bienes; lo hace también para el transporte de personas por la vía aérea, sobre todo a partir de la decisión norteamericana de desalentar el acceso a sus aeropuertos.
México es, también, poseedor de una pujanza cultural que incita lazos de unidad. Somos herederos de una cultura milenaria –referente destacado en todo el mundo, y particularmente en Iberoamérica. Contamos con la mayor infraestructura arqueológica de América Latina, con 187 zonas prehispánicas; 1,200 museos; más de 120 mil inmuebles que son patrimonio cultural; y un mosaico extraordinario de patrimonio inmaterial.
Es cierto, alcanzar esa clase de unidad, en la que no haya espacio para el agravio, parece un sueño. Pero es preferible empeñarnos por alcanzar ese sueño, que resignarnos a padecer la pesadilla que ahora nos amenaza.