Rodolfo Torres (29/10/2017)
La cultura hace al hombre algo más que un accidente del universo. André Malraux
El viernes 27 de octubre de 2017 el parlamento de Cataluña aprobó, con 70 votos a favor, diez en contra y dos abstenciones -con la ausencia de 52 diputados de oposición-, la declaración que pone en marcha el proceso constituyente para proclamar la República Catalana. Poco después, el Senado de aquel país aprobó, a solicitud del gobierno central, la aplicación del artículo 155 de la Constitución española, que le otorga capacidad para “adoptar las medidas necesarias, para obligar, a aquélla (comunidad) al cumplimiento forzoso de dichas obligaciones” (que la Constitución u otras leyes le impongan). Con base en ello, el gobierno central ha destituido al gobierno catalán y ha convocado a elecciones.
La disputa tiene causas históricas, económicas, políticas y culturales (estas últimas son, a mi juicio, las más agudas). Sin embargo, la evidente incapacidad que tiene cada uno para someter a su contraparte obliga, ahora sí, forzosamente, a abrir cuanto antes la vía del diálogo, so pena de recorrer un tortuoso camino que a su término arribará a un punto muerto en el que habrá pérdidas considerables para ambas partes (también para Europa y para otras regiones del mundo).
El Tratado de Utrecht (que es, en realidad, un conjunto de tratados firmados entre 1713 y 1715) es al que frecuentemente se alude como el agravio histórico originario. Esos tratados fueron firmados por los estados antagonistas (entre ellos Francia y Gran Bretaña) en la Guerra de Sucesión Española que tuvo lugar a principios de 1709 y en la que se confrontaron Felipe V (de la familia Borbón, apoyado por la región de Castilla y por Francia) y el archiduque Carlos (de la familia Habsburgo, que dominaba el principado de Cataluña y el reino de Mallorca, apoyada por Austria, y, momentáneamente, por Gran Bretaña). De esa disputa, surgió vencedor el bando que apoyaba a Felipe V (con la aquiescencia de la Gran Bretaña, quien obtuvo considerables beneficios como resultado de la firma de los tratados) y Cataluña perdió la vigencia de sus normas regionales. Ello desató una guerra desigual que duró catorce meses y que concluyó el 11 de septiembre de 1714 cuando los felipistas rompieron el sitio de Barcelona. Cabe recordar que, debido a ese tratado, Europa cambió su mapa político; también cambió el del continente americano.
Por otro lado, y desde el punto de vista económico, el denominado modelo de financiación español, propicia que la mayor parte de los ingresos de sus comunidades (excluidos el País Vasco y Navarra que tienen un esquema distinto al del resto), provenga de los impuestos que recaude y luego reparta el gobierno central. Cataluña sostiene que aporta más de lo que recibe. Numerosos estudios así lo confirman. Sin embargo, se sabe también, que podría decirse lo mismo de otras comunidades –como la de Madrid- y, sobre todo, que un modelo que repartiese a las autonomías lo mismo que éstas aportan sería injusto e insolidario con comunidades económicamente menos favorecidas. La vinculación entre financiación e independencia quedó de manifiesto cuando, el pasado 21 de septiembre, el ministro español de economía propuso más dinero y mayor autonomía financiera a Cataluña si abandonaba la senda independentista.
Desde el punto de vista político el Estatuto de autonomía de Cataluña ha sido parte importante en este debate. Originalmente aprobado en 1979, fue modificado por el parlamento catalán el 30 de septiembre de 2005 y, el 18 de junio de 2006, se celebró un referéndum que otorgó el sí con un 73 porciento de los votos (con una abstención del 50 porciento). Sin embargo, el 31 de julio de ese año el Partido Popular presentó un recurso de inconstitucionalidad pues se oponía a que Cataluña fuese considerada una nación, así como al trato privilegiado que, a su juicio, se concedía a la lengua catalana, entre otros aspectos. El 28 de junio de 2010 el Tribunal Constitucional aprobó el nuevo estatuto y resolvió que el término nación no tuviese eficacia jurídica y declaró inconstitucional, entre otros, el artículo 6º que se refería a la lengua catalana.
El tema cultural y lingüístico es, en mi opinión, el que se ubica en el centro de la crisis. No sólo porque, como hemos visto, formó parte del conflicto estatutario, sino además porque, en el segundo párrafo del apartado de la motivación del documento aprobado el viernes pasado, se alude a la lengua y cultura catalana con mil años de antigüedad; se justifica la declaración a partir de la negativa de reconocimiento de su entidad como nación; y se hace referencia a la discriminación lingüística y cultural que padece Cataluña. A ese respecto, cabe tener presente que desde el 11 de julio de 1961 (durante la dictadura franquista) se constituyó Omnium Cultural, la organización catalana que ha sido referente primordial del movimiento de independencia, a la que pertenece Jordi Cuixart uno de los dos encarcelados por un presunto delito de sedición, quien ha tenido como propósito manifiesto el defender, de la censura y de la persecución, a su cultura y a su lengua.
El inicio de negociaciones es indispensable y urgente. El PP, a partir de una propuesta del PSOE, ya se ha comprometido a modificar su Constitución. Es deseable que se haga sobre la base del reconocimiento y respeto explícito al aporte cultural y lingüístico que hacen a España sus comunidades.