Rodolfo Torres (10/04/2016)
Se ha vuelto lugar común suponer que la ecuación: a mayor educación cívica de la población corresponderá una mejor democracia, es válida en toda circunstancia; sin necesidad de reflexionar sobre sus vastas y complejas interacciones.
En una suerte de razonamiento circular, pues son a la vez sus premisas y sus ideales, la democracia, como sistema social que va más allá del mero procedimiento para saber quienes gobiernan, aspira al logro de una vida cierta, digna y promisoria. Es decir, a una seguridad de vida que comprende: la alimentación, la salud, el abrigo, la educación, el trabajo, la disposición de los bienes de la cultura y el conocimiento; en suma, a la inclusión social efectiva para todos y cada uno de los individuos de una comunidad.
A partir de ello, y desde la perspectiva de sus ideales, la democracia puede verse como un proceso en continuo perfeccionamiento; algo que en nuestro entorno, por cierto, tiene aun notorias insuficiencias. O, si se enfoca desde sus premisas, otros percibirán a la democracia como una apuesta fallida, pues no se satisfacen sus condicionantes. Lo que, en un sentido u otro, desemboca en un desencanto democrático que convierte a la educación cívica en un reto colosal.
Pero la democracia es también un proceso para hacer frente a los problemas de una manera colectiva e inteligente. De ahí que la educación cívica pueda entenderse como una educación para participar en los asuntos públicos, es decir como una educación para la política.
En la reciente reforma constitucional y legal en materia electoral, se dispuso que la educación cívica sea atendida tanto por el INE como por los Organismos Públicos Locales (OPLES). La Constitución señala que en las entidades federativas los organismos públicos locales ejercerán funciones en materia de educación cívica. Por otro lado, la Ley General de Instituciones y Procedimientos Electorales (LGIPE) otorga al INE la atribución de: elaborar, proponer y coordinar los programas de educación cívica que desarrollen las juntas locales y distritales ejecutivas. La naturaleza del reto hace indispensable, sin embargo, que esta tarea no sólo sea de los órganos electorales sino del Estado y de la sociedad en su conjunto.
Por otra parte, la educación para la política no puede sustraerse de la vida política misma. Por ello, no es viable la enseñanza que predica principios e impulsa conductas frente a una realidad que los desmiente. En ese sentido la reforma es virtuosa al atribuir a los OPLES esa facultad constitucional, pues se corresponde con el hecho de que la educación cívica debe estar anclada a un entorno local específico. El INE, por su parte, tiene la responsabilidad de propiciar sinergias que fortalecezcan esos esfuerzos locales
Por ello, los denominados #PanamaPapers, en los que que se acusa a personalidades de todo el mundo, de los ámbitos público y privado, de eludir el pago de impuestos y de ocultar riquezas mediante la creación de empresas en paraisos fiscales, es una excelente oportunidad para que los aludidos expliquen a la sociedad, a cabalidad, su participación en hechos que se le imputan.
Educa más profunda y perenemente a una sociedad el comportamiento ético de sus dirigentes, que la puesta en práctica de una teoría químicamente pura de educación cívica.
Porque, hay que decirlo, la educación cívica no es una misión homogeneizadora con nuevas estrategias para injertar en el ente colectivo los principios democráticos. Tampoco consiste en impartir doctrina moral y catecismo democrático, es experiencia y práctica ética de todos, de modo relevante de quienes conducen el destino de lo público.