Rodolfo Torres (11/08/2019)
Cuando veas las barbas de tu vecino cortar …
La tormenta financiera internacional no amaina y ya se vislumbran en el horizonte horas bajas para el modelo globalizador; a causa del aumento en las medidas comerciales proteccionistas, se observa un aletargamiento de su principal motor: el intercambio comercial internacional.
La escalada de la guerra comercial entre Estados Unidos y China alcanzó un nuevo nivel de gravedad al incorporarse un nuevo ingrediente al conflicto: la guerra monetaria o de divisas.
Frente a la amenaza de Donald Trump de incrementar las tarifas arancelarias a los productos que su país importa de China, la devaluación del yuan (o renminbi, nombre oficial de la moneda de ese país), hace más competitivos los productos del gigante oriental y atenúa los efectos de ese incremento arancelario (que empezaría el primero de septiembre). Desde el primero de agosto el yuan cayó casi un 3 por ciento en su cotización frente al dólar. Esa depreciación lanza el mensaje ominoso de que la guerra comercial se ha profundizado.
La depreciación de las monedas como medida para aumentar la competitividad de productos no es una novedad; de ello han dado muestra tanto el euro como el dólar. De hecho, se especuló con la posibilidad de contra-atacar la depreciación del yuan con la de la moneda norteamericana. Sin embrago, de acuerdo con analistas internacionales, esa ruta no parece viable en este momento dado que el elevado déficit presupuestal norteamericano (de un trillón de dólares) necesita mantener el interés de los inversionistas en la compra de bonos del tesoro estadounidense; además, el intento orquestado de depreciar el dólar erosionaría el estatus de la divisa norteamericana como referente de las reservas monetarias a nivel mundial.
Los mercados bursátiles internacionales acusaron recibo del agravamiento del conflicto. El Standard and Poor’s 500, el indicador más importante de ese país y del mundo, tuvo una caída de poco más de un 3 por ciento en lo que va del mes de agosto. Otro de los indicadores más relevantes, el Dow Jones, sufrió una caída similar en el mismo periodo.
La guerra comercial, ahora también monetaria, fue uno de los ingredientes principales por los que la Reserva Federal norteamericana redujo, en un cuarto de punto, la tasa de referencia de los bonos del tesoro. A pesar de su advertencia inicial de que ello no implicaba una cadena de reducciones, lo cierto es que la agudización del conflicto le ha obligado a recular y ha anticipado una nueva rebaja, de esas tasas de referencia, para el mes de septiembre.
Pero, a decir de diversos analistas, es el modelo globalizador el que puede sufrir consecuencias devastadoras no deseadas por las partes en conflicto. Por ejemplo, la firma Capital Economics prevé el escalamiento de la guerra comercial y advierte que ello cambiará la manera de hacer negocios entre las naciones. Por otra parte, advierte que el rápido incremento en el movimiento inter-fronterizo de bienes, servicios, capital y de mano de obra, que ha sido la característica principal de la economía global durante las dos últimas décadas, está a punto de revertirse: “podríamos estar atestiguando el fin de la globalización”.
El presagio no parece absurdo si el conflicto continua agravándose, y si se mantiene la oposición del gobierno norteamericano, y de otros gobiernos en el mundo, al libre comercio y a los acuerdos multilaterales. Hay, además, otras señales amenazantes, como la eventual cancelación china de compras de productos agrícolas norteamericanos.
Aunque, como resultado de dicho conflicto, y en el corto plazo, la economía mexicana se ha visto beneficiada al convertirse, por primera vez, en el principal socio comercial de los Estados Unidos, lo cierto es que en el mediano plazo, las consecuencias para nuestra economía podrían ser devastadoras a la luz de nuestra abultada dependencia del comercio internacional.
Es por ello urgente que, desde ahora, nuestras autoridades monetarias (Banco de México) y hacendarias (SHCP), afinen con prontitud los escenarios posibles que permitan al gobierno direccionar, con oportunidad, el rumbo de nuestra economía para, al menos, anticipar riesgos y disminuir, en lo posible, los efectos de los inevitables quebrantos a que quedaremos expuestos.