Rodolfo Torres (23/10/2016)
Diversas encuestas, como la contenida en el Informe País sobre la calidad de la ciudadanía en México, publicado por el Instituto Nacional Electoral (INE), o la realizada por el Centro de Estudios Sociales y de Opinión Pública de la Cámara de Diputados muestran que, entre el 66 y el 64 por ciento de los mexicanos, confían poco en la autoridad electora l–o, de plano, desconfían de ella. Esto a pesar de la reforma electoral 2014-2015 que transformó al IFE en INE y creó un sistema nacional de elecciones, en el que convergen el INE y los Organismos Públicos Locales Electorales (OPLE) de las entidades federativas.
¿Por qué es tan relevante que las autoridades electorales, tanto las administrativas (INE-OPLES) como las jurisdiccionales (Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación) cuenten con el aprecio ciudadano para el ejercicio de sus funciones? La respuesta concisa es: porque la credibilidad es el pilar sobre el que se sostienen para el desempeño de sus funciones. Me explico.
Al organizar los comicios, las autoridades electorales deben salvaguardar la equidad de la contienda. De modo tal que para la ciudadanía resulte creíble que la autoridad actúa de modo cierto, legal, independiente, imparcial y objetivo, como lo disponen los artículos 41 (fracción V, apartado A) y 134 (párrafo 7) de la Constitución General, así como el artículo 30 (numeral 2) de la Ley General de Instituciones y Procedimientos Electorales (LGIPE).
Al sancionar conductas contrarias a la normatividad, las autoridades electorales deben velar porque los elementos de prueba que se presenten acrediten a plenitud las faltas, y que las sanciones que impongan sean proporcionales a las infracciones cometidas. Ello les obliga a sustraerse, a pesar de la estridencia de cada caso, de toda posibilidad de falta de sustento, o de denuncias frívolas. Por otro lado, las autoridades electorales están obligadas a sancionar con firmeza, a quienes se acredite hayan actuado con dolo o hayan violado la ley de modo grave, pues de no hacerlo dejarían resquicio a la impunidad. Deben aportar, además, argumentos convincentes de que sus resoluciones obedecen a criterios justos.
Uno de los momentos cruciales de los procesos electorales es el de la declaración del triunfador. En ese momento, la autoridad electoral debe hacer verosímil que el voto se ha ejercido de modo universal, libre, secreto y directo, personal e intransferible, como lo establecen la fracción I del artículo 41 constitucional y el artículo 7 numeral 2 de la LGIPE. Debe hacer patente que en la determinación de la validez o nulidad de los votos ha observado lo dispuesto en los artículos 290, numeral 2, y 291, numeral 1, inciso a de la LGIPE –donde se establece, como regla general, que se contará como voto válido, la marca que haga el elector en un solo cuadro que contenga el emblema de un partido político, o bien en uno o más cuadros que contengan los emblemas de partidos políticos coaligados. Asimismo, que han sido sancionados quienes hayan utilizado recursos de procedencia ilícita, como lo disponen los artículos 380 numeral 1, inciso b, 446 numeral, 1, inciso e; o hayan rebasado los topes de gastos, según lo dispuesto en los artículos 41 fracción VI, párrafo tercero, constitucional y 229, numeral 4 de la LGIPE.
Pero el mayor reto consiste, sin duda, en la tarea que corresponde a las autoridades electorales de demostrar con toda legitimidad que los triunfos y derrotas han ocurrido del modo en que lo han mostrado, pues los contendientes y la sociedad están en su derecho de demandar que se compruebe el debido sustento de los resultados. Así, no basta con mostrar que la suma de los votos plasmados en las actas favorece a determinado candidato; no es tampoco suficiente el reconteo de votos; es indispensable que la autoridad cuente con todos los elementos necesarios y suficientes para acreditar que, a lo largo del proceso, se ha actuado con apego a lo dispuesto por la ley.
Por demás está decir que la credibilidad de las autoridades electorales tiene un desgaste natural, pues deben afrontar los cuestionamientos continuos y permanentes respecto a su actuación o su omisión por parte de los diversos actores políticos que oponen su credibilidad a la de las autoridades.
Una baja o nula credibilidad de las autoridades electorales tiene, también, un impacto considerable en la propia legitimidad de las autoridades que resultan electas y, consecuentemente, en su capacidad para el ejercicio de gobierno. Creer en la validez de los resultados de las elecciones es creer también, en buena medida, en la legitimidad de las autoridades electas.
Para preservar y acrecentar la credibilidad no es necesario que las autoridades electorales se sometan a exigencias, aun si éstas son planteadas de forma impetuosa, de grupos mayoritarios o minoritarios, o de los llamados poderes fácticos. Es suficiente que puedan explicar, de modo convincente las razones de sus determinaciones y mostrar que éstas poseen fundamentos jurídicos y técnicos sólidos, y que satisfacen el interés colectivo. De ahí que la labor pedagógica de estas autoridades sea piedra angular para su eficaz desempeño.
Es decir: a mejor rendición de cuentas de las autoridades electorales mayor será su credibilidad, y mayor será también la legitimidad de los gobiernos electos.