Elecciones presidenciales del 2018: El día después.

Rodolfo Torres (27/08/2017)

Nunca es tarde para empezar

Una característica sobresaliente que ha moldeado al sistema político nacional, durante décadas, es la recurrencia de las elites políticas a utilizar el sometimiento, o incluso la extinción, de los intereses que le son opuestos, como la única vía para preservar los propios. Esto no quiere decir que en otras latitudes, temporales o geográficas, no se acuda a este recurso. Pero en el caso mexicano, a esas  elites no ha importado la agregación de  los intereses que les son ajenos. Ese rasgo distintivo es el origen de múltiples distorsiones, entre ellas, las descomunales corrupción e impunidad que lastran nuestro proceso de democratización y que, hoy, ponen en riesgo la gobernabilidad. Hay que decir que esa práctica no distingue origen partidista, ni  grupos políticos no partidistas.

Esta particularidad incentiva la concepción de que el ejercicio de los cargos públicos consiste en el control de una parcela pública para el beneficio del grupo político al que se pertenece. La eficacia en el desempeño de ese cargo estará determinada, entonces, por la eficacia en la canalización de recursos para su grupo político y por la contención, o anulación, de los intereses opuestos. Si se logra un efectivo control, se estará en condición de aspirar a espacios con mayor poderío.

Para el dominio de esa parcela, se construyen grupos cerrados de conducción. Al interior de esa camarilla la sumisión es la regla. No es de extrañar, en consecuencia, que se incorpore a familiares a ese grupo. Ese esquema de gestión conlleva el fortalecimiento de espacios de impunidad que favorecen el aprovechamiento de lo público en beneficio de lo privado, sea éste personal, familiar o de grupo. Es frecuente que de esa camarilla surja el sucesor de quien desocupe un cargo público de esa parcela.

Para que este modelo haya sido sustentable –como lo ha sido durante décadas– se requiere, no sólo de la ocupación de cargos públicos, sino de la preservación de un entramado normativo y de organismos que lo favorezcan. Ello explica porqué  cada intento por implantar mecanismos de transparencia y  rendición de cuentas, cada ensayo para acorralar a la corrupción y  la impunidad,  tropieza con tantos obstáculos que muta a perversos los pretendidos efectos benéficos.

Para atenuar la colisión entre grupos políticos, en lugar de la incorporación de sus diversas visiones en un corpus de gestión común, se ha optado por el reparto de parcelas. No son pocos los casos en que, a lo largo de la historia, los grupos opositores se han avenido, con agrado, a ese esquema de reparto selectivo. Cuando las parcelas han sido insuficientes se han creado estructuras organizacionales paralelas o, de plano, nuevas entidades. Ello acrecienta sin freno la burocracia. Pero los recursos no son ilimitados y cuando la cobija ya no alcanza, aparece la inconformidad.

A lo largo del tiempo, se ha solidificado el mecanismo perverso que amplia el aprovechamiento de los espacios públicos para el usufructo individual. Y a él se suma  el  del soborno o la coacción destinada al control de los liderazgos de las comunidades. Cuando esos mecanismos de sujeción se tornan insuficientes o ineficaces frente al agravio social, la inestabilidad se acrecienta y genera estallamientos políticos de magnitudes diversas.

Su efecto en lo económico ofrece contrastes. Durante la última etapa del siglo XIX y prácticamente durante todo el siglo XX, varios grupos económicos, vinculados al poder político, se vieron altamente beneficiados por este modelo. Lo que se explica por su ilimitado acceso a los recursos públicos. Sin embargo, en época reciente, han sido precisamente algunos corporativos económicos nacionales y transnacionales, en particular los que tienen como atributo principal su alto rango de competitividad, quienes han propugnado por mejores esquemas de transparencia y rendición de cuentas y por el combate a la corrupción.

El modelo de sometimiento y extinción parece haberse vuelto inviable. En lo político, porque a la pluralidad de opciones electorales se ha sumado la reducción de las diferencias en el resultado de las votaciones, lo que agudiza el conflicto; pues quien gane, ganaría todo. En lo social, porque la carencia de recursos públicos disponibles ha incrementado el nivel de exigencia de los grupos de peticionarios -lo que ha elevado su grado de cohesión interna y vinculación externa- para que se materialicen sus expectativas. En lo económico, porque los contrastes de desigualdad entre pobreza y riqueza se han agudizado -a pesar de que se ha ensanchado la base de integrantes de una familia que tienen empleo, los ingresos de los miembros ocupados de las familias son insuficientes e inciertos- lo que ocasiona un mercado interno débil y vulnerable frente a la volatilidad de los mercados externos.

La ausencia de mecanismos de agregación de vocaciones políticas diversas, que vayan más allá del reparto de parcelas, parece haber llegado a su límite. Bajo esa pauta no ha lugar para el fortalecimiento democrático, ni para la institucionalidad ni para la atención del interés público. Es evidente que ese patrón de conducta debería cambiar, aunque no la hará de la noche a la mañana. Como hemos visto, se retroalimenta a sí mismo.

Tras las elecciones presidenciales del 2018, podría haber una oportunidad de atemperar esta odiosa tradición política de sometimiento y extinción. Pero sólo será posible si, quien resulte triunfador, renuncia a la tentación de aniquilar a sus opositores y apuesta por integrar, para su acción de gobierno, posiciones políticas diversas. En fin, si se arriesga a hacer política, en su mejor significado clásico.

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