Rodolfo Torres (25/11/2018)
Evitar tirar el agua sucia de la bañera junto con el niño
A propósito de la creación de la figura de delegados en las entidades federativas, prevista en las reformas a la Ley Orgánica de la Administración Pública Federal, que ya fue aprobada en la Cámara de Diputados y que la próxima semana será sometida, en votación particular, a la aprobación de la Cámara de Senadores, se ha revivido una añeja discusión entre federalismo y centralismo.
Sin embargo, cuando se trae a colación ese debate se hace alude únicamente a la relación entre el gobierno federal y los gobiernos estatales y se deja de lado, injustamente, tanto el relevante papel que ha tenido el ámbito municipal, como parte fundamental de ese litigio y elemento clave de nuestro diseño político, como las fuerzas motrices que han alimentado, en su momento, a cada bando.
Cabe recordar, que los municipios adquirieron gran relevancia a partir de 1812; no sólo porque articularon a los pueblos originarios y favorecieron el surgimiento de la ciudadanía (hasta ese entonces sólo existía la figura de súbdito), además fueron la base de la organización de los procesos electorales y elementos clave de los políticos. Puede afirmarse, sin duda, que en aquella época la República se constituyó a partir de sus poderes locales.
Pero el modelo basado en los ayuntamientos, y en los poderes locales en general, al que se acusaba de propiciar dispersión en lo político y en lo económico, sufrió, durante el siglo XIX, múltiples embates de intensidad diferenciada a lo largo y ancho del país de modo tal que, a principios del siglo XX, era una figura sin capacidad efectiva de gobierno. En el ámbito financiero la hacienda pública se administraba centralmente. En el ámbito de la política, el poder se fue trasladando gradualmente a los ejecutivos estatales y nacional, en un proceso paulatino en el que jugaron un rol destacado los denominados jefes políticos; que habían nacido como enlace entre los ayuntamientos y los gobernadores pero que, hacia finales del siglo XIX, se convirtieron en elemento esencial de la centralización política.
En el último tercio del siglo XIX tuvo lugar un importante proceso de centralización, impulsado primordialmente por factores económicos, por lo que se consideraban entonces exigencias de la modernidad. Ferrocarriles, puertos, telégrafos, industria eléctrica, legislación minera, de uso de aguas y deslinde de terrenos baldíos, con la hacienda pública por detrás, fomentaron un crecimiento económico en algunas zonas del país y la articulación de mercados regionales. Esos factores de centralización económica demandaban consensos políticos nacionales; algo que las regiones, por sí mismas, no fueron capaces de aportar.
Durante el siglo XIX, en que se profundizó el proceso de centralización, se establecieron equilibrios regionales y nacionales que dieron cierta estabilidad a un modelo que se proclamaba federal en lo formal y que en la práctica era profundamente centralista. En la segunda mitad de ese siglo, se llegó al extremo de que era la presidencia de la república quien favorecía equilibrios locales en algunas entidades y quien, en caso extremo, acudía al expediente de la desaparición de poderes, figura eficaz del porfiriato, para imponer su orden en la entidad.
Es interesante destacar que previo a la alternancia en la titularidad de la Presidencia de la República, ocurrida en el año 2000, ya había sucedido un profundo proceso de cambio político a nivel municipal y local. La reforma electoral de 1996, que había fortalecido políticamente a los partidos y a los gobernadores, favoreció el cambio político en la periferia. Los resultados electorales de esa época revelan, en esos ámbitos, un debilitamiento del partido hasta entonces gobernante. Puede decirse, por ello, que la primera alternancia en la presidencia recorrió una ruta de la periferia hacia el centro y la fuerza motriz de esos cambios provino de la esfera política.
Frente al arribo de un partido distinto a la titularidad del ejecutivo federal en el año 2000, los ejecutivos locales, cuyo partido había pasado ahora a la oposición, impulsaron la creación de una instancia de agrupamiento (la Conferencia Nacional de Gobernadores, CONAGO). Este organismo fue muy eficaz para hacer contrapeso político nacional al ejecutivo federal y para mantener vigente una oposición política regional. La CONAGO también jugó un papel fundamental en la creciente canalización de recursos a las entidades federativas.
La estrategia de atrincheramiento político en el espacio local-regional, aunado a la disponibilidad de crecientes recursos económicos en los estados (el 80% del gasto federal se había descentralizado), resultó exitosa para que el partido que había mantenido el poder por 71 años retomara espacios políticos en la periferia y favoreciera su retorno al poder ejecutivo federal en el año 2012. Sin duda, la reforma político-electoral del 2014 (aún vigente), de corte centralista, es parte fundamental de esa disputa.
Pero ese enorme caudal de recursos económicos a los estados, usualmente ejercidos con discrecionalidad y sin vigilancia efectiva, alimentaron los múltiples y escandalosos casos de corrupción en las entidades. En tal magnitud, que la principal fuerza motriz detrás de las reformas a la citada ley, según argumenta el nuevo gobierno, es el combate a la inocultable corrupción en los gobiernos de las entidades (aunado al objetivo de reducir los insostenibles niveles de inseguridad).
Sin embargo, dada la fragilidad de nuestro ancestral modelo federalista-centralista, conviene actuar con sabiduría para impedir el aumento de las tensiones centro-periferia.