Rodolfo Torres (10/07/2016)
En tiempos de fuerte conflicto, como el presente, la respuesta a problemas agudos debería fundarse en acuerdos sociales que, mediante el debido cauce legal, doten de legitimidad al ejercicio del poder público. Desafortunadamente esta premisa de negociación y acuerdo no ha sido recientemente un eje rector en la toma de decisiones políticas. La Ley General de Responsabilidades Administrativas es un ejemplo.
Con la creación del Sistema Nacional Anti-Corrupción, que entró en vigor el 28 de mayo de 2015, el Congreso de la Unión se autoimpuso la obligación de emitir, en el plazo de un año, las leyes reglamentarias que materializarían dicho Sistema. Al amparo del derecho ciudadano para iniciar propuestas de ley, un nutrido grupo de ciudadanos elaboró una iniciativa para crear la Ley General de Responsabilidades Administrativas, coloquialmente conocida como Ley 3 de 3.
La iniciativa establecía la obligación de los funcionarios de hacer públicas tres declaraciones: patrimonial, de intereses y fiscal. Además, incluía: directrices para la conducta ética de los servidores públicos; un marco de responsabilidades único en los tres órdenes de gobierno y los órganos autónomos; mecanismos para denunciar actos de corrupción de manera segura y anónima; y sanciones severas para servidores públicos que cometieran actos de corrupción. Como parte del proceso legal para su presentación al Congreso, el INE acreditó que 137 mil ciudadanos suscribieron la iniciativa, lo que equivale al 0.16% de la lista nominal, un 0.03% más de lo requerido por la ley.
Esos datos de participación ayudan a dimensionar el profundo malestar de una ciudadanía que demanda la rendición de cuentas como mecanismo inhibidor de la corrupción, y su convicción de que ésta repercute en la desigualdad y en la inseguridad en el país. La iniciativa de ley buscaba canalizar la indignación social y atender uno de los grandes problemas nacionales.
Sin embargo, la acción legislativa hizo caso omiso de la sabia frase de “más vale prevenir que lamentar”. Resolvió que las 3 declaraciones no fuesen públicas. No se entendió que ese era un aspecto crucial de la iniciativa, y despreció el esfuerzo serio, integral y coherente de quienes la proponían.
En medio de la confusión, el veto Presidencial al artículo 32 y a otros más de la Ley de Responsabilidades Administrativas, que fue atendido por ambas Cámaras al omitir la obligación de que personas físicas y morales que recibieran recursos públicos presentaran los tres tipos de declaraciones, tuvo una mala lectura. Se vinculó al veto con la presión de los empresarios. El mensaje se interpretó en el sentido de que quien posea elevados recursos económicos estará exento de someterse al escrutinio público. No se valoró que la disposición, objeto del veto presidencial, estaba fuera de lugar, pues la rendición de cuentas obliga, en primer lugar, a quien ejerce el poder público. Ello, sin demérito de que el combate a la corrupción compromete a toda la sociedad (ver “No a la corrupción. Se vale ser trompudo pero no cochino”, La Crónica de hoy, 22 de noviembre del 2015).
En suma, la Ley General de Responsabilidades Administrativas no da cauce a las aspiraciones y demandas ciudadanas, pues no afronta de manera contundente los graves problemas que nos aquejan. Urge que los discursos políticos conduzcan a normas y actos de gobierno que combatan la impunidad, la corrupción, la desigualdad en la impartición de justicia. Que las políticas públicas -y la actuación de servidores públicos- tengan un sólido fundamente ético, que se alejen de compromisos cupulares, y proyecten bienestar verdadero.
El ciudadano ya no se conforma con buenas intenciones, exige respuestas ciertas, aquí y ahora.