Rodolfo Torres (22/11/2015)
La corrupción es un problema que preocupa de modo creciente a la sociedad, sobre todo a partir de la convicción de que en ella reside el origen de diversos males; señaladamente, el de la delincuencia organizada.
Frente a la corrupción, que tiene múltiples causas, (y de la impunidad, su usual correlativo), se han ensayado diversos antídotos, que van desde la creación de órganos y leyes que la combaten con preponderante enfoque punitivo: auditorías o contadurías mayores, contralorías o secretarías; hasta llamados al fortalecimiento de la ética pública. Sin negar utilidad a esas medidas, éstas parecen ser insuficientes; a la luz de los hechos graves de corrupción de los que cotidianamente nos enteramos.
Aunque ha sido práctica común enfocar el problema sólo en cuanto al comportamiento indebido de los funcionarios públicos, conviene ampliar el enfoque para identificar componentes estructurales, presentes en nuestra cultura política, que incentivan ese fenómeno. Para ello es útil concebir a la corrupción como el abuso de una posición de confianza en beneficio propio.
A mi juicio, una condición estructural de nuestra cultura política que favorece la corrupción es el llamado caciquismo. Aunque la figura del cacique pareciera ser cosa del pasado, el caciquismo goza de cabal salud e impregna, en diverso grado, todos los ámbitos de nuestra vida en sociedad. Su existencia tiene impacto en aspectos que están bajo vigilancia de instituciones del estado (INE, INAI y CNDH): transparencia, rendición de cuentas, corrupción, impunidad, y hasta en la propia creación de procesos democráticos.
El vocablo cacique proviene de una alteración de la palabra arawak-caribeña kassequa, que se refería a los jefes indios locales. Posteriormente, el término se amplió para referirse a un jefe poderoso y autocrático en la política local y regional, cuyo gobierno es informal, individualista y a menudo arbitrario, y cuya característica primordial es su rol de intermediación.
La fortaleza de la estructura de poder caciquil reside precisamente en el carácter monopólico que tiene el cacique en la intermediación política, entre lo local y lo global, entre lo interno y lo externo. Es la estructura caciquil, con independencia de los atributos personales de bondad o maldad del cacique, quien determina, generalmente para beneficio propio y de sus allegados, la distribución de los recursos que entran y salen de su ámbito de dominio local.
Cabe recordar que, en nuestro país, el aparato político central favoreció, en su momento, esta forma de ejercicio de poder por varias razones: el caciquismo fue, durante el proceso de centralización económico y político, de fines del siglo XIX y principios del XX, un factor importante para minar a los poderes regionales; permitió aliviar las presiones del sistema por la vía de la cooptación y la corrupción de los caciques; y fue elemento fundamental en el establecimiento del carácter clientelista del sistema político.
Esta práctica política también propicia un ejercicio feudal del poder público, que hace recordar la tradición novohispana en la que debía pagarse al rey por la ocupación de cargos públicos, de modo tal que quien lo ocupase se convertía en amo y señor de ese “territorio” y, consecuentemente, poseía la llave para proveer o transferir bienes o servicios públicos al ámbito privado. Lo que parece expresarse bien en el dicho: “Dios mío no me des, sólo ponme donde hay”. En el combate a la corrupción, la existencia de diversas formas de cultura política también debe tomarse en cuenta. En particular, las estructuras de poder que tienen como esencia la decisión monopólica, arbitraria y autocrática en la asignación de recursos públicos.