Rodolfo Torres (14/10/2018)
Cuando veas las barbas de tu vecino cortar …
El triunfo de Jair Bolsonaro, candidato ultraconservador, abiertamente fascista, misógino y racista, con el 46 por ciento de los votos en la primera vuelta electoral en Brasil, y a la espera de una segunda vuelta que se realizará el 28 de octubre, es preocupante para ese país, para México, para la región y para el resto del mundo, pues eleva el riesgo que, desde la cúspide del poder público, se aliente el quebrantamiento de la convivencia social pacífica, lo que traería repercusiones dañinas de carácter regional y global. El peligro es inminente y por ello es también urgente que nuestras dirigencias políticas, las que llegan y las que ahora estarán en la oposición, tomen nota de que es indispensable un ejercicio prudente y responsable del poder que responda cabalmente al interés público.
Cabe recordar que, en abril de 1964, a través de un golpe de estado el ejército de aquel país depuso al presidente electo de izquierda Joao Goulart. En 1982 el gobierno militar suspendió el pago de su deuda, una de las mayores del mundo, y sumió a ese país, en una severa y prolongada crisis económica. El país amazónico retomó la vía civil a partir de 1985, y fue hasta el periodo presidencial de Fernando Henrique Cardoso, 1995-2002, que se logró controlar la debacle económica.
Lula Da Silva, candidato del Partido del Trabajo ganó las elecciones de 2002 y alcanzó la reelección en 2006. Sin embargo, desde 2005 se denunciaron casos de corrupción de ese partido que ameritaron, en su momento, una disculpa pública del propio Lula. Durante su presidencia, Brasil vivió una época de crecimiento económico, con una disminución notable de la miseria, que en una década sacó de la pobreza a 35 millones de ciudadanos. Sin embargo, no logró desactivar los mecanismos perversos que propician la aguda y ancestral desigualdad económica que se mantienen hasta la fecha.
En 2010 Brasil eligió a Dilma Rousseff como sucesora de Lula quien, desde el inicio de su mandato, estuvo sometida a un virulento acoso político. Durante su primer año, en 2011, renunció su jefe de gabinete en medio de acusaciones de corrupción. En materia económica, Brasil empezó, en 2013, un declive que afectó severamente sus expectativas de crecimiento. Ello dañó duramente la provisión de servicios públicos. A partir de ese año su renta per cápita ha caído hasta un 16 por ciento.
Aunque en 2015 Dilma logró su reelección, en ese mismo año se destaparon notorios casos de corrupción en Petrobras, la compañía petrolera del Estado, que involucraron a legisladores y dirigentes del Partido del Trabajo y salpicaron hasta al expresidente Lula. En 2016 se destapó el caso Odebrecht, a partir de una investigación del Departamento de Justicia del Gobierno de los Estados Unidos, respecto a esa empresa constructora brasileña que obtenía contratos de obra pública, alrededor del mundo, mediante la corrupción de funcionarios públicos. En el año 2016 Dilma fue depuesta por el Senado acusada de uso indebido de fondos públicos. Aunque ella señaló que más bien se trató de un golpe de Estado. En 2018, en medio del proceso electoral en que el expresidente Lula Da Silva acudía como candidato, éste fue encarcelado acusado de corrupción. Lula denunció que se trató de un montaje para separarlo de su candidatura.
A partir de 2016 Michel Temer ocupa la presidencia provisional de Brasil, pero tampoco ha estado exento de acusaciones de corrupción.
Brasil, con alrededor de 211 millones de habitantes, tiene ahora un producto interno bruto, medido en dólares, que equivale al 34 por ciento del total de América Latina (México, en segundo lugar, representa el 21.4). Ese peso específico provocaría que, de suscitarse un agravamiento de su situación económica, se afectase a la región. Brasil aun padece las consecuencias de su fragilidad económica, iniciada hace cinco años. Ello se muestra, entre otros indicadores, por la violencia que ya alcanza cotas elevadas: 31 homicidios por cada 100 mil habitantes (México tiene 25 por cada 100 mil).
Al deprimido panorama económico se ha sumado el desánimo social por los actos de violencia, corrupción e impunidad, de los que no parece estar a salvo ninguno de los bandos. En materia política la caída en desgracia del Partido del Trabajo ha provocado un vacío que ha generado la fragmentación política. Todo ello ha fermentado en un coctel explosivo que puede afectar a una amplia zona geográfica.
Frente a esa debacle, el candidato Bolsonaro blande su esperpento fascista, misógino y racista para clamar que su candidatura es la única salida del atolladero.
Vemos, de modo palpable, que un agudo estado de frustración e insatisfacción social, sin saludables vías de procesamiento, puede engendrar monstruos que pueden volver realidad nuestras peores pesadillas. Los electores brasileños tienen aún la oportunidad de detenerse frente a ese abismo. Nuestra clase política debe tomar nota de esa lección y asumir que el ejercicio responsable del poder pasa por el combate eficaz a la corrupción, la impunidad y la violencia, por dimensionar adecuadamente el cumplimiento de las expectativas de la población, por ejercer de modo prudente, responsable, y sin virulencia, los roles de gobierno o de oposición, y por la generación de políticas públicas que propicien el mejoramiento sustentable de la población en general.